Eternauta literario
lunes, 14 de diciembre de 2015
martes, 31 de enero de 2012
La historia de las miradas.
Cuento zapatista. México.
Mira Capitán (porque debo aclararles que en el tiempo en que yo conocí al Viejo Antonio tenía yo el grado de Capitán Segundo de Infantería Insurgente, lo que no dejaba de ser un típico sarcasmo zapatista porque sólo éramos cuatro –desde entonces el Viejo Antonio me llama “Capitán”), mira Capitán, hubo un tiempo, hace mucho tiempo, en que nadie miraba…
No es que no tuvieran ojos los hombres y mujeres que se caminaban estas tierras.
Tenían de por sí, pero no miraban. Los dioses más grandes, los que nacieron el mundo, los más primeros, de por sí habían nacido muchas cosas sin dejar mero clarito para qué o por qué o sea la razón o el trabajo que cada cosa debía de hacer o de tratar de hacer. Porque de que cada cosa tenía su por qué, pues sí, porque los dioses que nacieron el mundo, los más primeros, de por sí eran los más grandes y ellos sí se sabían bien para qué o por qué cada cosa, eran dioses pues.
Pero resulta que estos dioses primeros no muy se preocupaban de lo que hacían, todo lo hacían como fiesta, como juego, como baile. De por sí cuentan los más viejos de los viejos que, cuando los primeros dioses se reunían, seguro tenía que haber una su marimba1, porque seguro que al final de sus asambleas se venían la cantadera y la bailadera. Es más, dicen que si la marimba no estaba a la mano, pues nomás no había asamblea y ahí se estaban los dioses, rascándose nomás la barriga, contando chistes y haciéndose travesuras.
Bueno, el caso es que los dioses primeros, los más grandes, nacieron el mundo, pero no dejaron claro el para qué o el por qué de cada cosa. Y una de estas cosas eran los ojos.
¿Acaso habían dejado dicho los dioses que los ojos eran para mirar? No pues.
Y entonces ahí se andaban los primeros hombres y mujeres que acá se caminaron, a los tumbos, dándose golpes y caídas, chocándose entre ellos y agarrando cosas que no querían y dejando de tomar cosas que sí querían. Así como de por sí hace mucha gente ahora, que toma lo que no quiere y le hace daño, y deja de agarrar lo que necesita y la hace mejor, que anda tropezándose y chocando unos con otros.
O sea que los hombres y mujeres primeros sí tenían unos sus ojos, sí pues, pero no miraban. Y muchos y muy variados eran los tipos de ojos que tenían los más primeros hombres y mujeres. Los había de todos los colores y de todos los tamaños, los había de diferentes formas. Había ojos redondos, rasgados, ovalados, chicos, grandes, medianos, negros, azules, amarillos, verdes, marrones, rojos y blancos. Sí, muchos ojos, dos en cada hombre y mujer primeros, pero nada que miraban.
Y así se hubiera seguido todo hasta nuestros días si no es porque una vez pasó algo. Resulta que estaban los dioses primeros, los que nacieron el mundo, los más grandes, haciendo una su bailadera porque agosto era, pues, mes de memoria y de mañana, cuando unos hombres y mujeres que no miraban se fueron a dar a donde estaban los dioses en su fiestadero y ahí nomás se chocaron con los dioses y unos fueron a dar contra la marimba y la tumbaron y entonces la fiesta se hizo puro borlote y se paró la música y se paró la cantadera y pues también la bailadera se detuvo y gran relajo se hizo y los dioses primeros de un lado a otro tratando de ver por qué se detuvo la fiesta y los hombres y mujeres que no miraban se seguían tropezando y chocando entre ellos y con los dioses. Y así se pasaron un buen rato, entre choques, caídas, mentadas y maldiciones.
Ya por fin al rato como que se dieron cuenta los dioses más grandes que todo el desbarajuste se había hecho cuando llegaron esos hombres y mujeres. Y entonces los juntaron y les hablaron y les preguntaron si acaso no miraban por dónde caminaban. Y entonces los hombres y mujeres más primeros no se miraron porque de por sí no miraban, pero preguntaron qué cosa es “mirar”. Y entonces los dioses que nacieron el mundo se dieron cuenta de que no les habían dejado claro para qué servían los ojos, o sea cuál era su razón de ser, su por qué y su para qué de los ojos. Y ya les explicaron los dioses más grandes a los hombres y mujeres primeros qué cosa era mirar, y los enseñaron a mirar.
Así aprendieron estos hombres y mujeres que se puede mirar al otro, saber que es y que está y que es otro y así no chocar con él, ni pegarlo, ni pasarle encima, ni tropezarlo.
Supieron también que se puede mirar adentro del otro y ver lo que siente su corazón.
Porque no siempre el corazón se habla con las palabras que nacen los labios.
Muchas veces habla el corazón con la piel, con la mirada o con pasos se habla.
También aprendieron a mirar a quien mira mirándose, que son aquellos que se buscan a sí mismos en las miradas de otros.
Y supieron mirar a los otros que los miran mirar.
Y todas las miradas aprendieron los primeros hombres y mujeres. Y la más importante que aprendieron es la mirada que se mira a sí misma y se sabe y se conoce, la mirada que se mira a sí misma mirando y mirándose, que mira caminos y mira mañanas que no se han nacido todavía, caminos aún por andarse y madrugadas por parirse.
Mira Capitán (porque debo aclararles que en el tiempo en que yo conocí al Viejo Antonio tenía yo el grado de Capitán Segundo de Infantería Insurgente, lo que no dejaba de ser un típico sarcasmo zapatista porque sólo éramos cuatro –desde entonces el Viejo Antonio me llama “Capitán”), mira Capitán, hubo un tiempo, hace mucho tiempo, en que nadie miraba…
No es que no tuvieran ojos los hombres y mujeres que se caminaban estas tierras.
Tenían de por sí, pero no miraban. Los dioses más grandes, los que nacieron el mundo, los más primeros, de por sí habían nacido muchas cosas sin dejar mero clarito para qué o por qué o sea la razón o el trabajo que cada cosa debía de hacer o de tratar de hacer. Porque de que cada cosa tenía su por qué, pues sí, porque los dioses que nacieron el mundo, los más primeros, de por sí eran los más grandes y ellos sí se sabían bien para qué o por qué cada cosa, eran dioses pues.
Pero resulta que estos dioses primeros no muy se preocupaban de lo que hacían, todo lo hacían como fiesta, como juego, como baile. De por sí cuentan los más viejos de los viejos que, cuando los primeros dioses se reunían, seguro tenía que haber una su marimba1, porque seguro que al final de sus asambleas se venían la cantadera y la bailadera. Es más, dicen que si la marimba no estaba a la mano, pues nomás no había asamblea y ahí se estaban los dioses, rascándose nomás la barriga, contando chistes y haciéndose travesuras.
Bueno, el caso es que los dioses primeros, los más grandes, nacieron el mundo, pero no dejaron claro el para qué o el por qué de cada cosa. Y una de estas cosas eran los ojos.
¿Acaso habían dejado dicho los dioses que los ojos eran para mirar? No pues.
Y entonces ahí se andaban los primeros hombres y mujeres que acá se caminaron, a los tumbos, dándose golpes y caídas, chocándose entre ellos y agarrando cosas que no querían y dejando de tomar cosas que sí querían. Así como de por sí hace mucha gente ahora, que toma lo que no quiere y le hace daño, y deja de agarrar lo que necesita y la hace mejor, que anda tropezándose y chocando unos con otros.
O sea que los hombres y mujeres primeros sí tenían unos sus ojos, sí pues, pero no miraban. Y muchos y muy variados eran los tipos de ojos que tenían los más primeros hombres y mujeres. Los había de todos los colores y de todos los tamaños, los había de diferentes formas. Había ojos redondos, rasgados, ovalados, chicos, grandes, medianos, negros, azules, amarillos, verdes, marrones, rojos y blancos. Sí, muchos ojos, dos en cada hombre y mujer primeros, pero nada que miraban.
Y así se hubiera seguido todo hasta nuestros días si no es porque una vez pasó algo. Resulta que estaban los dioses primeros, los que nacieron el mundo, los más grandes, haciendo una su bailadera porque agosto era, pues, mes de memoria y de mañana, cuando unos hombres y mujeres que no miraban se fueron a dar a donde estaban los dioses en su fiestadero y ahí nomás se chocaron con los dioses y unos fueron a dar contra la marimba y la tumbaron y entonces la fiesta se hizo puro borlote y se paró la música y se paró la cantadera y pues también la bailadera se detuvo y gran relajo se hizo y los dioses primeros de un lado a otro tratando de ver por qué se detuvo la fiesta y los hombres y mujeres que no miraban se seguían tropezando y chocando entre ellos y con los dioses. Y así se pasaron un buen rato, entre choques, caídas, mentadas y maldiciones.
Ya por fin al rato como que se dieron cuenta los dioses más grandes que todo el desbarajuste se había hecho cuando llegaron esos hombres y mujeres. Y entonces los juntaron y les hablaron y les preguntaron si acaso no miraban por dónde caminaban. Y entonces los hombres y mujeres más primeros no se miraron porque de por sí no miraban, pero preguntaron qué cosa es “mirar”. Y entonces los dioses que nacieron el mundo se dieron cuenta de que no les habían dejado claro para qué servían los ojos, o sea cuál era su razón de ser, su por qué y su para qué de los ojos. Y ya les explicaron los dioses más grandes a los hombres y mujeres primeros qué cosa era mirar, y los enseñaron a mirar.
Así aprendieron estos hombres y mujeres que se puede mirar al otro, saber que es y que está y que es otro y así no chocar con él, ni pegarlo, ni pasarle encima, ni tropezarlo.
Supieron también que se puede mirar adentro del otro y ver lo que siente su corazón.
Porque no siempre el corazón se habla con las palabras que nacen los labios.
Muchas veces habla el corazón con la piel, con la mirada o con pasos se habla.
También aprendieron a mirar a quien mira mirándose, que son aquellos que se buscan a sí mismos en las miradas de otros.
Y supieron mirar a los otros que los miran mirar.
Y todas las miradas aprendieron los primeros hombres y mujeres. Y la más importante que aprendieron es la mirada que se mira a sí misma y se sabe y se conoce, la mirada que se mira a sí misma mirando y mirándose, que mira caminos y mira mañanas que no se han nacido todavía, caminos aún por andarse y madrugadas por parirse.
miércoles, 21 de diciembre de 2011
Jaime Sabines
No quiero convencer a nadie de nada. Tratar de
convencer a otra persona es indecoroso, es atentar contra
su libertad de pensar o creer o de hacer lo que le dé la
gana. Yo quiero sólo enseñar, dar a conocer, mostrar, no
demostrar. Que cada uno llegue a la verdad por sus propios
pasos, y que nadie le llame equivocado o limitado. (¡Quién
es quién para decir "esto es así", si la historia de la
humanidad no es más que una historia de contradicciones y
de tanteos y de búsquedas?)
Si a alguien he de convencer algún día, ese alguien ha de
ser yo mismo. Convencerme de que no vale la pena llorar, ni
afligirse, ni pensar en la muerte. "La vejez, la enfermedad
y la muerte", de Buda, no son más que la muerte, y la muerte
es inevitable. Tan inevitable como el nacimiento.
Lo bueno es vivir del mejor modo posible. Peleando, lastimando,
acariciando, soñando. (¡Pero siempre se vive del mejor modo
posible!)
Mientras yo no pueda respirar bajo el agua, o volar (pero de
verdad volar, yo solo, con mis brazos), tendrá que gustarme
caminar sobre la tierra, y ser hombre, no pez ni ave.
No tengo ningún deseo que me digan que la luna es diferente
a mis sueños.
Jaime Sabines
convencer a otra persona es indecoroso, es atentar contra
su libertad de pensar o creer o de hacer lo que le dé la
gana. Yo quiero sólo enseñar, dar a conocer, mostrar, no
demostrar. Que cada uno llegue a la verdad por sus propios
pasos, y que nadie le llame equivocado o limitado. (¡Quién
es quién para decir "esto es así", si la historia de la
humanidad no es más que una historia de contradicciones y
de tanteos y de búsquedas?)
Si a alguien he de convencer algún día, ese alguien ha de
ser yo mismo. Convencerme de que no vale la pena llorar, ni
afligirse, ni pensar en la muerte. "La vejez, la enfermedad
y la muerte", de Buda, no son más que la muerte, y la muerte
es inevitable. Tan inevitable como el nacimiento.
Lo bueno es vivir del mejor modo posible. Peleando, lastimando,
acariciando, soñando. (¡Pero siempre se vive del mejor modo
posible!)
Mientras yo no pueda respirar bajo el agua, o volar (pero de
verdad volar, yo solo, con mis brazos), tendrá que gustarme
caminar sobre la tierra, y ser hombre, no pez ni ave.
No tengo ningún deseo que me digan que la luna es diferente
a mis sueños.
Jaime Sabines
viernes, 7 de octubre de 2011
Entrevista relámpago a Pablo Neruda
Por Clarice Lispector - (Brasil)
Llegué a la puerta del edificio de departamentos donde vive Rubén Braga y donde Pablo Neruda y su esposa Matilde se hospedaban, llegué a la puerta precisamente cuando el auto se detenía y retiraban la gran cantidad de equipaje de los visitantes. Lo que hizo que Rubem dijera: "Es grande el equipaje literario de un poeta". A lo que el poeta retrucó: "Mi equipaje literario debe pesar unos dos o tres kilos".
Neruda es extremadamente simpático, sobre todo cuando su gorro ("tengo pocos cabellos, pero muchos gorros", dijo). No pierde tiempo: me dijo que si me diera la entrevista aquella misma noche sólo respondería a tres preguntas, pero si al día siguiente a la mañana yo quería hablar con él, respondería a un mayor número y me pidió ver las preguntas que le haría. Completamente sin confianza en mi misma, le dí la página donde había anotado las preguntas, esperando sólo Dios sabe qué. Pero el que fue un alivio. Me dijo que eran muy buenas y que me esperaría al día siguiente. Salí con alivio en el corazón porque estaba suspendida en mi timidez para hacer preguntas. Pero soy una tímida osada y es así que he vivido lo que, si bien me trae sinsabores, me ha traído también alguna recompensa. Quien sufre de timidez osada entenderá lo que quiero decir.
Antes de reproducir el diálogo, un breve esbozo sobre su carga literaria. Publicó Crepusculario cuando tenía 19 años. Un año después publicaba Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que hasta hoy es grabado, reeditado, leído y amado. Enseguida escribió Residencia en la Tierra, que reúne poemas hasta 1945, es un intermediario entre una parte de España en el corazón, donde se llora la muerte de Lorca, y la Guerra Civil en general que lo tocó profundamente y lo despertó a los problemas políticos y sociales. En 1950, Canto general, intento de reunir todos los problemas políticos, éticos y sociales de América Latina. En 1954: Odas elementales, en las que el estilo se vuelve más sobrio, buscando mayor simplicidad y donde se encuentra, por ejemplo, "Oda a la cebolla". En 1956, Nuevas odas elementales, que descubre en los temas elementales que no habían sido tocados. En 1957, Tercer libro de las odas, continuando en la misma línea. A partir de 1958 publica Estravagario, Navegaciones y regresos, Cien sonetos de amor, Cantos ceremoniales y Memorial de Isla Negra.
Al día siguiente, de mañana fui a verlo. Ya había respondido a mis preguntas, infelizmente, pues a partir de una respuesta siempre o casi siempre se provoca otra pregunta, a veces esa a la que se quría llegar. Las respuestas eran sucintas. Tan frustrante recibir una respuesta corta a una pregunta larga.
Le conté sobre mi timidez para pedir entrevistas, a lo que respondió: "¡Que tontería!"
Le pregunté cuál de sus libros le gustaba más y por qué.
Me respondió:
-Tu sabes bien que todo lo que hacemos nos agrada porque somos nosotros -tú y yo- quines lo hicimos.
-¿Se considera más un poeta chileno o de América Latina?
-Poeta local de Chile, provinciano de América Latina.
-¿Qué es la angustia? -indagué.
-Soy feliz-fué la respuesta.
ENTREVISTA RELÁMPAGO A PABLO NERUDA (FINAL)
-¿Escribir mejora la angustia de vivir?
-Sí, naturalmente. Trabajar en tu oficio, si amas tu oficio, es celestial. Si no, es infernal.
-¿Quién es Dios?
- Todos, algunas veces. Nada, siempre.
-¿Cómo describe a un ser humano lo mas completo posible?
- Político, poético. Físico.
-¿Cómo es una mujer bonita para usted?
- Hecha de muchas mujeres.
- Escriba aquí su poema predilecto, por lo menos predilecto en este preciso momento.
-Estoy escribiendo, ¿Puedes esperarme diez años?
- En qué lugar le gustaría vivir si no viviera en Chile?
-Creéme tonto o patriótico, pero ya hace algún tiempo escribí en un poema:
Si tuviera que nacer mil veces
Allí quiero nacer
Si tuviera que morir mil veces
Allí quiero morir
- ¿Cuál fue la mayor alegría que tuvo por el hecho de escribir?
-Leer mi poesía y ser oído en lugares desolados: en el desierto a los mineros del norte de Chile, en el Estrecho de Magallanes a los esquiladores de ovejas, en un galpón con olor a lana sucia, sudor y soledad
-¿Qué precede en usted a la creación, la angustia o un estado de gracia?
- No conozco bien esos sentimientos. Pero no me crea insensible.
- Diga algo que me sorprenda
-748
(Y realmente me sorprendí, no esperaba una armonía de números)
-¿Está usted al corriente de la poesía brasileña? ¿A quien prefiere en nuestra poesía?
- Admiro a Drummond, Vinícius y a aquel gran poeta católico, claudelino Jorge de Lima. No conozco a los mas jóvenes, y sólo llego a Paulo Mendes Campos y Geir Campos. El poema que me agrada es Difunto, de Pedro Nava. Siempre lo leo en voz alta a mis amigos, en todos los lugares.
-¿Qué piensa de la literatura comprometida?
- Toda literatura es comprometida.
- ¿Cuál de sus libros le gusta mas?
- El próximo.
-¿A qué atribuye el hecho de que sus lectores lo consideren "el volcán de America Latina"?
- No sabía eso, tal vez ellos no conozcan a los volcanes.
-¿Cuál es su poema mas reciente?
- Fin del mundo. Trata del siglo XX.
-¿Cómo se procesa en usted la creación?
-Con papel y tinta. Por lo menos esa es mi receta.
-¿La crítica construye?
- Para los otros, no para el creador.
-¿Ya escribió algún poema por encargo? Si lo hizo haga uno ahora, aunque sea muy corto.
-Muchos. Son los mejores. Este es un poema.
- ¿El nombre Neruda fue casual o inspirado en Jan Neruda poeta de la libertad checa?
-Nadie hasta ahora logró averiguarlo
-¿Cuál es la cosa mas importante en el mundo?
-Tratar de que el mundo sea digno para todas las vidas humanas, no sólo para algunas.
-¿Qué es lo que mas desea para usted mismo como individuo?
- Depende de la hora del día.
-¿Qué es el amor? Cualquier tipo de amor.
-La mejor definición sería: el amor es el amor.
-¿Ha sufrido mucho por amor?
- Estoy dispuesto a sufrir más.
-¿Cuánto tiempo le gustaría quedarse en el Brasil?
- Un año, pero dependo de mis trabajos.
Y así terminó una entrevista con Pablo Neruda. Ojalá hubiese hablado mas. Yo podría prolongarla casi indefinidamente, incluso recibiendo como respuesta una única flecha de respuesta. Pero era la primera entrevista que él daba al día siguiente de su llegada, y sé qué cansadora puede ser una entrevista. Espontánemente me dió un libro Cien sonetos de amor. Y después de mi nombre, en la dedicatoria, firmó: "De su amigo Pablo". Yo también siento que él podría convertirse en mi amigo, si las circunstancias lo facilitaran. En la contratapa del libro dice: "Un todo manifestado con una especie de sensualidad casta y pagana: el amor como una vocación del hombre y la poesía como su tarea".
He ahí un retrato de cuerpo entero de Pablo Neruda en estas últimas frases.
Llegué a la puerta del edificio de departamentos donde vive Rubén Braga y donde Pablo Neruda y su esposa Matilde se hospedaban, llegué a la puerta precisamente cuando el auto se detenía y retiraban la gran cantidad de equipaje de los visitantes. Lo que hizo que Rubem dijera: "Es grande el equipaje literario de un poeta". A lo que el poeta retrucó: "Mi equipaje literario debe pesar unos dos o tres kilos".
Neruda es extremadamente simpático, sobre todo cuando su gorro ("tengo pocos cabellos, pero muchos gorros", dijo). No pierde tiempo: me dijo que si me diera la entrevista aquella misma noche sólo respondería a tres preguntas, pero si al día siguiente a la mañana yo quería hablar con él, respondería a un mayor número y me pidió ver las preguntas que le haría. Completamente sin confianza en mi misma, le dí la página donde había anotado las preguntas, esperando sólo Dios sabe qué. Pero el que fue un alivio. Me dijo que eran muy buenas y que me esperaría al día siguiente. Salí con alivio en el corazón porque estaba suspendida en mi timidez para hacer preguntas. Pero soy una tímida osada y es así que he vivido lo que, si bien me trae sinsabores, me ha traído también alguna recompensa. Quien sufre de timidez osada entenderá lo que quiero decir.
Antes de reproducir el diálogo, un breve esbozo sobre su carga literaria. Publicó Crepusculario cuando tenía 19 años. Un año después publicaba Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que hasta hoy es grabado, reeditado, leído y amado. Enseguida escribió Residencia en la Tierra, que reúne poemas hasta 1945, es un intermediario entre una parte de España en el corazón, donde se llora la muerte de Lorca, y la Guerra Civil en general que lo tocó profundamente y lo despertó a los problemas políticos y sociales. En 1950, Canto general, intento de reunir todos los problemas políticos, éticos y sociales de América Latina. En 1954: Odas elementales, en las que el estilo se vuelve más sobrio, buscando mayor simplicidad y donde se encuentra, por ejemplo, "Oda a la cebolla". En 1956, Nuevas odas elementales, que descubre en los temas elementales que no habían sido tocados. En 1957, Tercer libro de las odas, continuando en la misma línea. A partir de 1958 publica Estravagario, Navegaciones y regresos, Cien sonetos de amor, Cantos ceremoniales y Memorial de Isla Negra.
Al día siguiente, de mañana fui a verlo. Ya había respondido a mis preguntas, infelizmente, pues a partir de una respuesta siempre o casi siempre se provoca otra pregunta, a veces esa a la que se quría llegar. Las respuestas eran sucintas. Tan frustrante recibir una respuesta corta a una pregunta larga.
Le conté sobre mi timidez para pedir entrevistas, a lo que respondió: "¡Que tontería!"
Le pregunté cuál de sus libros le gustaba más y por qué.
Me respondió:
-Tu sabes bien que todo lo que hacemos nos agrada porque somos nosotros -tú y yo- quines lo hicimos.
-¿Se considera más un poeta chileno o de América Latina?
-Poeta local de Chile, provinciano de América Latina.
-¿Qué es la angustia? -indagué.
-Soy feliz-fué la respuesta.
ENTREVISTA RELÁMPAGO A PABLO NERUDA (FINAL)
-¿Escribir mejora la angustia de vivir?
-Sí, naturalmente. Trabajar en tu oficio, si amas tu oficio, es celestial. Si no, es infernal.
-¿Quién es Dios?
- Todos, algunas veces. Nada, siempre.
-¿Cómo describe a un ser humano lo mas completo posible?
- Político, poético. Físico.
-¿Cómo es una mujer bonita para usted?
- Hecha de muchas mujeres.
- Escriba aquí su poema predilecto, por lo menos predilecto en este preciso momento.
-Estoy escribiendo, ¿Puedes esperarme diez años?
- En qué lugar le gustaría vivir si no viviera en Chile?
-Creéme tonto o patriótico, pero ya hace algún tiempo escribí en un poema:
Si tuviera que nacer mil veces
Allí quiero nacer
Si tuviera que morir mil veces
Allí quiero morir
- ¿Cuál fue la mayor alegría que tuvo por el hecho de escribir?
-Leer mi poesía y ser oído en lugares desolados: en el desierto a los mineros del norte de Chile, en el Estrecho de Magallanes a los esquiladores de ovejas, en un galpón con olor a lana sucia, sudor y soledad
-¿Qué precede en usted a la creación, la angustia o un estado de gracia?
- No conozco bien esos sentimientos. Pero no me crea insensible.
- Diga algo que me sorprenda
-748
(Y realmente me sorprendí, no esperaba una armonía de números)
-¿Está usted al corriente de la poesía brasileña? ¿A quien prefiere en nuestra poesía?
- Admiro a Drummond, Vinícius y a aquel gran poeta católico, claudelino Jorge de Lima. No conozco a los mas jóvenes, y sólo llego a Paulo Mendes Campos y Geir Campos. El poema que me agrada es Difunto, de Pedro Nava. Siempre lo leo en voz alta a mis amigos, en todos los lugares.
-¿Qué piensa de la literatura comprometida?
- Toda literatura es comprometida.
- ¿Cuál de sus libros le gusta mas?
- El próximo.
-¿A qué atribuye el hecho de que sus lectores lo consideren "el volcán de America Latina"?
- No sabía eso, tal vez ellos no conozcan a los volcanes.
-¿Cuál es su poema mas reciente?
- Fin del mundo. Trata del siglo XX.
-¿Cómo se procesa en usted la creación?
-Con papel y tinta. Por lo menos esa es mi receta.
-¿La crítica construye?
- Para los otros, no para el creador.
-¿Ya escribió algún poema por encargo? Si lo hizo haga uno ahora, aunque sea muy corto.
-Muchos. Son los mejores. Este es un poema.
- ¿El nombre Neruda fue casual o inspirado en Jan Neruda poeta de la libertad checa?
-Nadie hasta ahora logró averiguarlo
-¿Cuál es la cosa mas importante en el mundo?
-Tratar de que el mundo sea digno para todas las vidas humanas, no sólo para algunas.
-¿Qué es lo que mas desea para usted mismo como individuo?
- Depende de la hora del día.
-¿Qué es el amor? Cualquier tipo de amor.
-La mejor definición sería: el amor es el amor.
-¿Ha sufrido mucho por amor?
- Estoy dispuesto a sufrir más.
-¿Cuánto tiempo le gustaría quedarse en el Brasil?
- Un año, pero dependo de mis trabajos.
Y así terminó una entrevista con Pablo Neruda. Ojalá hubiese hablado mas. Yo podría prolongarla casi indefinidamente, incluso recibiendo como respuesta una única flecha de respuesta. Pero era la primera entrevista que él daba al día siguiente de su llegada, y sé qué cansadora puede ser una entrevista. Espontánemente me dió un libro Cien sonetos de amor. Y después de mi nombre, en la dedicatoria, firmó: "De su amigo Pablo". Yo también siento que él podría convertirse en mi amigo, si las circunstancias lo facilitaran. En la contratapa del libro dice: "Un todo manifestado con una especie de sensualidad casta y pagana: el amor como una vocación del hombre y la poesía como su tarea".
He ahí un retrato de cuerpo entero de Pablo Neruda en estas últimas frases.
viernes, 29 de octubre de 2010
La perla de la mora.
Publicado en la revista para niños "La Edad de Oro" de José Martí. Cuba.
Una mora de Trípoli tenía
Una perla rosada, una gran perla,
Y la echó con desdén al mar un día:
-«¡Siempre la misma! ¡Ya me cansa verla!»
Pocos años después, junto a la roca
de Trípoli... ¡la gente llora al verla!
Así le dice al mar la mora loca:
-«¡Oh mar! ¡Oh mar! ¡Devuélveme mi perla!»
Nubecita, el chanchito distraído.
Cuento de Héctor G. Oesterheld. Editorial sigmar.
Nubecita, el chanchito, era tan distraído que se olvidaba de jugar con sus amigos y se pasaba los días y los días mirando correr las blancas nubecitas por el cielo azul...
Por eso todos lo llamaban Nubecita.
Tan distraído era que una noche, cuando se fue a dormir, no se dio cuenta de que se acostaba arriba de un carro lleno de pasto.
¡Qué bien durmió esa noche!
Pero el carro lo llevó a la ciudad...
Ya en la ciudad, Nubecita se puso a trabajar con un heladero.
Pero como era tan distraído. Nubecita se comió todos los helados, sin dejar ni uno solo, y además vendió el carrito.
Entonces un diariero le dio un montón de diarios y revistas para que los vendiera. Pero como era tan distraído, Nubecita se sentó en la vereda y se puso a leer los chistes y las histoietas y a mirar las interesantes figuras en colores.
Entonces se puso a trabajar con un repartidor de gaseosas, y allá fue Nubecita, de puerta en puerta, por todo el barrio, cargado de botellas.
Pero como era tan distraído, Nubecita se tomó las gasesoas y tiró las botellas.
Entonces se puso a trabajar con un cartero, y allá fue Nubecita, con una gran cartera al hombro, llena de cartas.
Pero como era tan distraído, apenas Nubecita encontró un buzón, metió todas las cartas adentro.
Entonces todos se enojaron muchísimo con él, y el heladero, y el diariero, y el repartidor de gaseosas, y el cartero lo sacaron corriendo.
Corrió y corrió Nubecita, hasta que se escondió en una casa.
Pero como era tan distraído, no se dio cuenta de que la casa no era una casa, sino...¡el último coche de un tren...!
UN tren que tutuuuuu, rápido, rapidito, lo llevó de vuelta al campo.
Nubecita, el chanchito, era tan distraído que se olvidaba de jugar con sus amigos y se pasaba los días y los días mirando correr las blancas nubecitas por el cielo azul...
Por eso todos lo llamaban Nubecita.
Tan distraído era que una noche, cuando se fue a dormir, no se dio cuenta de que se acostaba arriba de un carro lleno de pasto.
¡Qué bien durmió esa noche!
Pero el carro lo llevó a la ciudad...
Ya en la ciudad, Nubecita se puso a trabajar con un heladero.
Pero como era tan distraído. Nubecita se comió todos los helados, sin dejar ni uno solo, y además vendió el carrito.
Entonces un diariero le dio un montón de diarios y revistas para que los vendiera. Pero como era tan distraído, Nubecita se sentó en la vereda y se puso a leer los chistes y las histoietas y a mirar las interesantes figuras en colores.
Entonces se puso a trabajar con un repartidor de gaseosas, y allá fue Nubecita, de puerta en puerta, por todo el barrio, cargado de botellas.
Pero como era tan distraído, Nubecita se tomó las gasesoas y tiró las botellas.
Entonces se puso a trabajar con un cartero, y allá fue Nubecita, con una gran cartera al hombro, llena de cartas.
Pero como era tan distraído, apenas Nubecita encontró un buzón, metió todas las cartas adentro.
Entonces todos se enojaron muchísimo con él, y el heladero, y el diariero, y el repartidor de gaseosas, y el cartero lo sacaron corriendo.
Corrió y corrió Nubecita, hasta que se escondió en una casa.
Pero como era tan distraído, no se dio cuenta de que la casa no era una casa, sino...¡el último coche de un tren...!
UN tren que tutuuuuu, rápido, rapidito, lo llevó de vuelta al campo.
viernes, 15 de octubre de 2010
Medio pan y un libro.
Discurso de Federico García Lorca al inaugurar la biblioteca de su pueblo.
Medio pan y un libro
Medio pan y un libro
Locución de Federico García Lorca al Pueblo de Fuente de Vaqueros (Granada). Septiembre 1931.
"Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de
miércoles, 6 de octubre de 2010
Inocente Maquiavelo Reforzado
Cuento de Héctor Germán Oesterheld. Argentina.
En una de esas nubes luminosas de propaganda, tan de moda en los últimos tiempos, centelleaba con letras de oro, entre los dos cipreses, el nombre famoso Inocente Maquiavelo Reforzado... Inocente Maquiavelo Reforzado, en letras de oro sobre dos círculos iguales y rosados...
Detrás del arbusto, agachado para pasar inadvertido a las parejas que salían del parque, Jacobus Rándom revisó por última vez los diales de su pistola atómica. Aquel era su primer asesinato, y Rándom estaba dispuesto a hacerlo bien.
El sendero estaba solitario. El lento rumor de los pasos de la última pareja se apagó, esfumándose en el suave susurro de la brisa. Jacobus Rándom quedó solo. Tan solo que un pensamiento lo inquietó: "¿Y si no viene? ¿Y si me equivoqué y no es este el lugar?"
Pero no; no había por qué preocuparse; era temprano todavía: apenas un poco más de las ocho y media. Bien claro le habían dicho los detectives: "La persona que a usted le interesa ha sido oída citándose telefónicamente con una dama. Dijo que la esperaría en el parque, entre los dos cipreses, a las nueve..."
Porque todo había empezado con aquel nombre... Por aquel nombre estaba Jacobus Rándom allí, en el parque, acechando a un hombre...
Hubo la sombra fugaz de un murciélago sobre la nube luminosa, y Jacobus Rándom, sin proponérselo, se encontró viviendo otra vez la increíble serie de acontecimientos que lo trajeron al parque y pusieron una pistola atómica en su mano...
Tres meses atrás, Jacobus Rándom estaba en su despacho de presidente de la One-Two Company, una de las dos principales fábricas de corpiños del planeta; su gran despacho blanco de plástico imitando mármol, con el escritorio reproducción exacta del Partenón, el famoso templo de la Acrópolis de Atenas... ¿o de Roma? Quizá ni el decorador lo sabía. La culpa la tenía esa condenada moda que quería revivir en pleno siglo XXII la arquitectura clásica.
Era temprano todavía, y apenas si Jacobus Rándom se había instalado en su silla curul, copia exacta de la usada por un senador romano del siglo I, cuando la puerta se abrió y entró miss Gertrud, la secretaria. Con su andar rápido de empleada diligente y alerta, se plantó delante de Jacobus Rándom. Éste no pudo menos que comparar la delgada y fláccida figura de la secretaria con el cálido y rozagante retratograma de Carolyn Cónrad en sweater rojo, situado en la pared de enfrente. El mismo Jacobus lo había colgado allí para tener siempre presente, en aquella figura de relieve que respiraba serena y parpadeaba de vez en cuando, la mórbida perfección de la que casi fuera su modelo.
Jacobus Rándom suspiró. La comparación con la desmayada anatomía de miss Gertrud destacaba aún más las formas del retratograma, tan sabiamente moldeadas por el rojo tejido... "Y pensar", suspiró Jacobus, "que Carolyn pudo ser la modelo para el Inocente Maquiavelo..."
Pero ya miss Gertrud se hacía oír:
—El señor Hítler Müller desea verlo, señor Rándom.
—¿El señor Hítler Müller? —Jacobus se estremeció. Aquel era el inventor que había venido a proponerle, un año atrás, una novedad en corpiños, una novedad tan estúpida que Rándom tuvo que reírse cuando el hombre le dijo: "Hasta ahora, y desde que se crearon los corpiños, las dos partes han sido del mismo color. Mi idea, señor Rándom, es hacer las dos partes de colores bien distintos, contrastantes..."
Sí, él, Jacobus, el genio de la One-Two Company, se había reído del inventor. Y éste había ido con su creación a la Bipolaris Incorporated, la empresa rival, y Einstein Rógers, el presidente, lo había recibido con los brazos abiertos: lanzaron el Bi-Bi (Bipolaris Bicolor) y causaron sensación. Las ventas de la One-Two, a pesar de toda la propaganda hecha a su último modelo, el Inocente Maquiavelo, de satén y encaje, en una audaz vuelta a lo antiguo, habían caído a menos de la mitad...
—Dígale que espere, miss Gertrud —Jacobus hablaba con aire indiferente, le interesaba saber qué traía Müller, pero quiso disimular.
La secretaria se marchó y Jacobus paseó la mirada por la habitación. Desde su retratograma y su sweater, Carolyn Cónrad seguía respirando y parpadeando...
Con un esfuerzo, Jacobus apartó los ojos de ella y miró hacia un panel liso, de suave tinte azulado. Oprimió un botón en el borde del escritorio. Un trazo luminoso se encendió en la pared. El trazo serpenteó, dibujando lentamente una curva irregular: era el gráfico que representaba las ganancias de la One-Two... Cuando apareció el primer pico importante, Jacobus suspiró. Aquel ascenso representaba su primer gran acierto desde que había reemplazado a su padre en la dirección de la firma. El éxito lo debía al Cojín de Seda, el primer corpiño de seda que hubo en el mundo, luego de los siglos de reinado absoluto del material plástico. Jacobus había tenido ocasión de anticiparse a la evolución del público hacia las "viejas modas". El segundo pico correspondía al lanzamiento del Inocente Maquiavelo, para confeccionar el cual había tenido que redescubrir los procedimientos para hacer encajes. El triunfo había sido fulminante. Pero fulminante era también la caída del pico: la curva bajaba y bajaba en línea recta, hasta niveles jamás alcanzados de tan bajos. Aquella era la caída causada por el Bi-Bi, el corpiño bicolor inventado por el condenado Müller.
La curva, ya en rojo, se quedó titilando a un nivel bajísimo, próximo al suelo. Con un puñetazo de fastidio, Jacobus apretó el botón y la apagó.
—Hay que idear un nuevo modelo —se dijo, poniéndose de pie—; algo que supere al Bi-Bi.
Como siempre que se ponía de pie para pensar, sus pasos lo llevaron hasta el retratograma de Carolyn...
Carolyn Cónrad, la rotunda modelo que, por una simple discusión al firmar el contrato con la One-Two, había hecho pedazos el documento y se había ido con Einstein Rógers, el de la Bipolaris...
Jacobus suspiró y tocó el marco del retratograma. Lentamente, la imagen alzó los brazos y cruzó las manos detrás de la nuca, en voluptuoso movimiento... Y así se quedó, con el sweater más lleno que nunca y mostrando el broche de oro prendido en el cuello. El broche imitaba una mariposa y en él se disimulaba el dispositivo electrónico que, cuando se pronunciaba cerca cierta combinación de palabras, hacía abrirse en dos no sólo el broche sino el sweater todo. Otra combinación de palabras hacía el efecto contrario, cerrando broche y sweater en forma instantánea. Era la versión electrónica del primitivo cierre relámpago.
—Carolyn... —volvió a suspirar Jacobus, estremeciéndose al mirar aquel broche mágico que a la vez era candado y promesa, sello y puerta—. Carolyn, la mujer ideal para un fabricante de corpiños..., la mujer opulenta que no necesita usarlos... Carolyn... —otro suspiro de Jacobus. Pero no pudo seguir suspirando porque la puerta se abrió de nuevo. Y otra vez se encontró ante la desdichadamente vacía blusa de miss Gertrud.
—El señor Hítler Müller insiste en verlo, señor Rándom... Dice que si no lo quiere atender se va ahora mismo a ver al señor Einstein Rógers.
—Hágalo pasar...
Un momento después entraba un hombre alto y desgarbado, de espesas cejas rubias y rostro apergaminado; los ojos, bajo aquella cornisa de cejas, parecían mirar desde el fondo de un telescopio.
Hombre habituado a tratar con los capitanes de la industria, fue directamente al grano:
—Espero que esta vez me haga caso. No debería ayudarlo; pero a mí me interesa que haya dos compañías rivales que se peleen y no una sola. Así que cómpreme la idea, pues si tengo que vendérsela a la Bipolaris, la One-Two desaparecerá de la circulación...
—Bien... —del otro lado del Partenón, Jacobus trató de conservar la calma—. Si me dice de qué se trata...
—Se trata... —Hítler Müller se inclinó sobre el frontispicio del templo— de aprovechar el SA 1760. Está totalmente en desuso desde hace más de cincuenta años y podemos comprarlo por nada...
—Un momento... —Jacobus, como buen especialista, no sabía de nada que no fuera un corpiño—. ¿Qué es eso del SA 1760?
—SA 1760 significa "Satélite Artificial número 1760" —explicó pacientemente el inventor—. Es uno de los más grandes que se instalaron jamás y me consta que nadie lo ha reclamado desde que la Cosmarina dejo de usarlo... Con él en nuestro poder...
Un decepcionado suspiro de Jacobus lo interrumpió.
—Creí que me ofrecería algo interesante— sus dedos tamborilearon sobre el techo del Partenón—, ¡y algo más original! ¿No sabe usted que la propaganda de satélites artificiales está ya en completa decadencia? Desde que salieron las nubes luminosas, mucho más baratas y atractivas, los saté...
Ahora fue Hítler Müller quien interrumpió, con un bufido en lugar de suspiro.
—Debo tener cara de idiota o de fabricante de corpiños —gruñó—. Para usar un satélite artificial como propaganda, yo no me molestaría en hablarle, señor Rándom. Lo que yo me propongo hacer con el SA 1760 es algo distinto...; tan distinto que debe quedar entre nosotros como un secreto sagrado...
Aquí el inventor hizo una pausa, que no era necesaria, porque Jacobus estaba medio subido al Partenón, brillantes de ansiedad los ojos.
—Después de largas y pacientes investigaciones —continuó Müller—, he realizado un descubrimiento sensacional: el isótopo número 15 del carbono.
—¿El qué?
—El isótopo número 15 del carbono... No entraré en detalles porque ya veo que tendría que repetirle varias veces cada palabra. Bástele saber que se trata de un carbono diferente del común, y que es asimilado por el cuerpo humano, con un efecto sorprendente. Imagínese que con sólo respirarlo, y sin variar para nada la alimentación, un hombre podría engordar 20 o 30 kilos en pocos días. Pero lo más interesante es que el engordamiento se hace en forma selectiva: unas partes del cuerpo engordan más que otras...
Jacobus dejó el techo del Partenón y volvió a la silla.
—Sepa, señor Hítler Müller —dijo con aire cansado—, que la caridad no me interesa gran cosa. Si quiere usted engordar a la raza humana, ofrezca entonces sus descubrimientos al Patriarca y no...
—Corto de visión, como todo fabricante de corpiños —el inventor meneó la cabeza con aire de reprobación—. ¿No se le ocurre que gracias a mi descubrimiento la raza humana podría ser engordada en pocas semanas, sin que nadie lo advirtiera ni lo pudiera evitar? Por si le interesa saber, el engordamiento selectivo de la especie humana dará a los hombres un desarrollo anormal en la región abdominal y a las mujeres (escuche bien, señor Rándom), un crecimiento muy pronunciado en la región pectoral... Las razones de esta diferente reacción según los sexos no fue descubierta todavía; ha de ser sin dudas cuestión de hormonas... Pero ya sé que a usted no le preocupa el sustrato científico de un negocio. Lo que a usted le interesa es el negocio en sí. Pues bien, ¿calcula usted, señor Rándom, el fabuloso negocio que puede hacer el fabricante de corpiños que sepa con la debida anticipación que dicho engordamiento selectivo se va a producir?
—No llego a verlo, señor Müller —algo mareado, Jacobus parpadeaba como si tuviera una basura en un ojo.
—¡No llega a verlo!... ¡Y ha llegado a ser presidente de una empresa como esta! Por Zeus, ¿es usted miope? ¿Se lo tengo que dar por escrito? —ahora fue Hítler Müller el que se acostó sobre el techo del Partenón, en un colérico esfuerzo por unir su nariz con la de Jacobus—. ¡Imagínese, señor Rándom —continuó a gritos— que usted me compra mi descubrimiento! ¡Imagínese que entonces yo, financiado por usted, desde luego, instalo en un satélite artificial (el SA 1760, por ejemplo) una planta automática para producir el isótopo 15 del carbono...! ¡Imagínese que todo el I 15 C, así producido, es entregado a la atmósfera, hasta saturarla...! ¡Imagínese que, entretanto, usted ha puesto a todas sus fábricas a fabricar corpiños de medida gigante...! ¿Le cuesta mucho imaginar que su compañía monopolizará tranquilamente, y sin violar ninguna ley comercial, toda la industria? ¿Le cuesta mucho imaginar que en sus manos estará la ruina de todas las otras compañías, en especial la Bipolaris; pues, una vez producido el engordamiento selectivo, todos sus stocks de medidas normales serán invendibles? —Hítler Müller se enderezó, mientras el maxilar inferior de Jacobus colgaba sin fuerza—. Pero ya veo que usted no puede imaginárselo. Iré a hablar con Einstein...
—¡No! ¡Usted no habla con nadie desde ahora! —saltó Jacobus con los ojos húmedos y las manos temblorosas de emoción—. ¿Cuanto vale su descubrimiento?
—Cincuenta millones; más un millón por la instalación de la planta en el SA; más cinco millones como indemnización por el engordamiento de mi abdomen. Total: Cincuenta y seis millones.
—¡Es mucho dinero!
—Voy a ver a Einstein Ró...
—¡Usted no va nada! Pero comprenda Müller, que eso es una suma galáctica... Hágame una rebaja...
Tras un largo estira y afloja, el inventor consintió en reducir su indemnización a tres millones. Fue todo lo que Jacobus pudo conseguir.
Por fin se estrecharon la mano. Esa misma tarde, Müller se encargaría de la compra del SA y de un TI (taxi interplanetario) usado, para ir y venir al SA. La planta productora del I 15 C debería estar regando la atmósfera dentro de un mes... Para ese tiempo las fábricas de Jacobus ya tendrían acumulado un stock de corpiños gigantes como para moldear las siluetas de toda una generación.
Cuando el inventor se marchó, doblando cuidadosamente el cheque, Jacobus volvió a mirar el retratograma desde donde, lánguida pero llena de salud, le sonreía Carolyn, con la prometedora mariposa de oro brillándole en el cuello.
—Einstein Rógers quebrará, Carolyn... Y entonces tendrás que firmar contrato conmigo... ¡Conmigo, Carolyn! ¡Carolyn, la que no los necesita!
Todo anduvo como sobre carriles. En menos de una semana el TI y el SA estuvieron comprados. Una semana más, y ya Hítler Müller, luego de un sinfín de viajes, tenía en el SA todo lo necesario para producir el I 15 C. Claro que pudo haberlo hecho en la quinta parte del tiempo, si hubiera contado con ayudantes, pero como el secreto era fundamental, el inventor tuvo que arreglárselas solo, haciendo tanto de chofer como de director técnico.
Desde luego, Jacobus Rándom no se durmió: sus fábricas hirvieron de actividad noche y día. Tuvo que triplicar los obreros robots, pero eso no resultó problema. Sí lo fue conseguir depósitos donde acumular tanta mercadería en un planeta ya casi desprovisto de espacios aprovechables. Rándom se las arregló alquilando los silos submarinos construidos por Australia para almacenar su producción de lana antes de que el _lanón_, el último plástico a base de aluminio, desplazase del mercado al venerable producto ovino.
Por supuesto, Einstein Róger, el presidente de la Bipolaris, no tardó en hacerse presente en el despacho de Jacobus.
—¡Esto sí que es algo inesperado! —dijo Jacobus, todo sonrisas, levantándose para recibirlo.
Róger se tomó su tiempo para contestar: se sentó sobre un ala del Partenón y, encendiendo un cigarrillo, miró al retratograma. Carolyn estaba ahora de perfil, luciendo mejor que nunca el sweater rojo.
—¿Nunca te resignaste, eh, Jacobus? —dijo por fin Róger.
—Te confieso que no, Einstein... Pero no te guardo rencor: no pierdo las esperanzas de traerla para la One-Two...
Róger sonrió con aire de superioridad. Esa mañana las ventas del Bi-Bi habían decuplicado las del Inocente Maquiavelo... Sin embargo el aplomo de Róger era sólo ficticio. Se había enterado de la fabulosa producción de las fabricas de Rándom y ardía en deseos de saber a qué se debía la producción en masa de modelos invendibles por lo grandes. ¿Estaría Rándom haciendo un suicidio comercial? ¿O el mal estado de sus negocios le había trastornado los sesos? No obstante, parecía tan contento...
—No me engañas, zorrino —dijo de pronto, mirándolo con fijeza—. ¿Qué te traes entre los huesos del cráneo?
—Nada. ¿Por qué? —Jacobus parecía el retratograma de la inocencia.
—¡Basta de tapujos! ¿qué te propones?
—Einstein, Einstein... ¿Desde cuándo nos consultamos los proyectos? ¿Acaso me anunciaste algo cuando sacaste el bicolor?
—¿Confiesas entonces que estas tramado algo?
—Siempre, querido Einstein, nosotros dos hemos estado tramándonos algo... Lo único que puedo adelantarte es que Carolyn vendrá a mí... ¡Y dentro de muy poco!
—¡Eso nunca! —bramó Róger, lanzando un puntapié al Partenón. Pero el plástico era pétreo y el presidente de la Bipolaris quedo saltando en un pie y mascullando palabrotas que enrojecerían a un cosmarinero.
Dos días antes del plazo señalado, Hítler Müller anunció que todo estaba listo.
—Cuando el sol de mañana caliente la cupla de arranque, amigo Jacobus, el SA empezará a lanzar hacia la atmósfera un chorro continuo de I 15 C...
—¡Magnífico! —Jacobus se frotó las manos. Él también estaba listo ya, con los silos submarinos atiborrados de mercadería hasta el tope. Pero, como era característico en él cuando se veía en vísperas de un gran éxito, una profunda desazón lo embargó—. ¿Está seguro, amigo Hítler, de que el I 15 C no fallará?
—Absolutamente seguro. Ya le he mostrado a usted las fotos de los monos tratados.
—Sí... —Jacobus se estremeció al recordarlas—. ¿Seguro también de que no había efectos nocivos?
—Seguro también. El engordamiento selectivo será tal cual lo predije. Habrá, desde luego, un engordamiento general del cuerpo, pero será insignificante comparado con el desarrollo que tendrán las partes que nos interesan.
—¿Cuándo comenzaran a sentirse los efectos?
—Ya le he dicho a usted que no puedo dar fecha. Como usted sabe, la atmósfera es loca, y uno no puede predecir cuándo se habrá operado la distribución general del I 15 C... Pero, ¿por qué tanta pregunta? ¿Asustado?
—No. He gastado ya demasiados millones para asustarme... Y, además, tengo otras razones para no echarme atrás... Dos poderosas razones —agregó, mirando el retratograma con ojos entornados.
Durante los primeros días de la puesta en marcha de la planta productora de I 15 C, Jacobus Rándom no se preocupó demasiado. Pero al comenzar la segunda semana, empezó a buscar signos reveladores de que las previsiones de Hítler Müller se cumplían. Todos los días, apenas ocupaba su puesto detrás del Partenón, llamaba a miss Gertrud.
La chata secretaria se plantaba delante de él, aguardando órdenes. Y Jacobus la sometía a un silencioso escrutinio. No advirtiendo novedad alguna, la despedía, con gran sorpresa de la cuarentona muchacha. Al décimo día de no advertir cambio alguno llamó por teléfono al inventor.
Pero Hítler Müller se ocupaba ya en otras cosas...
—Sepa, señor Rándom —gruñó Müller en el aparato— que el I 15 C no me interesa más. Todas las semanas iré al SA 1760 para renovar la carga de la planta, como está estipulado en el contrato; pero ahí termina toda mi misión. Ya le he dicho que no puede saberse cuándo empezará el efecto, y ahora déjeme en paz, que estoy muy ocupado con mi nuevo invento: unas hormigas mecánicas que le cortan a uno la barba mientras duerme... Pero eso no tiene nada que ver con usted.
Jacobus tuvo que tragarse su impaciencia y seguir esperando los acontecimientos. Al duodécimo día hubo un cambio en miss Gertrud... pero no el que él esperaba: la secretaria apareció con un sweater rojo y con el rostro rejuvenecido por un maquillaje carísimo. Jacobus se sorprendió; pero al verla ruborizarse bajo su escrutadora mirada comprendió lo que ocurría: miss Gertrud interpretaba a su modo el silencioso examen de cada mañana. Claro que su nuevo arreglo no podía resultar más desastroso: invitaba a la comparación con el glorioso retratograma de Carolyn; comparación nada favorable, por cierto, para el desinflado sweater de la secretaria.
Ya había empezado Jacobus a preocuparse y a preguntarse si no habría sido víctima de una colosal estafa, cuando, una mañana, al vestirse, tuvo problemas con el cinturón: debió correrlo un agujero... Esperanzado, volvió a la oficina y, una vez detrás del Partenón, llamó a miss Gertrud.
Ésta apareció con una expresión nueva en los ojos: la suya ya no era la mirada atenta pero opaca y algo resignada de una empleada toda cumplimiento del deber: ahora había calor y luz en sus pupilas, que ardían seguras de sí mismas, desafiantes casi. No le fue difícil a Jacobus encontrar la causa: de un día para otro el sweater de miss Gertrud había cobrado un inesperado interés...
Para la tarde tuvo la confirmación: las ventas del Inocente Maquiavelo acusaron un acentuado repunte, sobre todo en los números mayores. Desde luego, las cifras del Bi-Bi fueron muy superiores; pero Jacobus no se preocupó.
—Es el canto del cisne de la Bipolaris —se dijo satisfecho—. Ya veremos sus cifras dentro de unos días... ¡Carolyn, Carolyn!... ¡Qué poco tiempo nos separa!
Una vez empezado, el engordamiento selectivo, como lo llamaba Hítler Müller, se desencadenó con increíble rapidez. A las 48 horas miss Gertrud podía mirar por encima del hombro el retratograma de Carolyn. Jacobus decidió duplicarle el sueldo, dados sus méritos sobrados, y hubiera decidido algo más si su propia persona no hubiera empezado a preocuparle. Porque no sólo su abdomen alcanzó un diámetro increíble: también las caderas se le ensancharon, a tal punto que empezó a tener dificultades para sentarse en su silla curul, detrás del Partenón...
Llamó a Hítler Müller, pero éste lo mandó a paseo.
—¡Ya le he dicho que no me moleste! ¿No está vendiendo ya, en un día, más Inocentes Maquiavelos, tamaño gigante, que antes en todo un año? ¿Por qué se queja? ¿Por un simple efecto secundario no del todo previsible?
Fue todo lo que pudo sacar de él.
Entretanto, como no podía dejar de suceder, también el público todo se había percatado del portentoso fenómeno que dilataba a las mujeres por arriba y a los hombres por abajo. Los diarios lo tomaron al principio con mucha alegría y espíritu; verdaderamente, un paseo por la calle en aquellos días era como para levantar el espíritu a cualquiera.
Como dijo Müller, las ventas de la One-Two llegaron a cifras supergalácticas. Era la única marca que tenía tamañas medidas, y, además, las clientas tenían que comprar cada pocos días un número mayor...
Einstein Róger llamó a Jacobus.
Éste se limitó a levantar el tubo y a escuchar desde lejos el torrente de improperios. Volvió a dejar el tubo, y el silencio volvió a reinar en el despacho, presidido siempre por la incomparable Carolyn; la incomparable Carolyn que, desde hacía unos días, ya no era tan incomparable...
Aunque no había pantalón que le anduviera bien, y a pesar de que había tenido que abandonar la silla curul, fiel compañera de tantos desvelos, Jacobus Rándom se consideró el más feliz y genial de los capitanes de industria. Los atiborrados silos submarinos iban en rápido camino de agotamiento, y ya se discutía en Wall Street si el fenomenal Jacobus abriría una cadena de bancos para administrar sus fabulosas ganancias, o si invertiría parte de ellas en la compra del sistema planetario de Próxima Centauri.
Einstein Róger volvió a llamar, pero ahora había un tono muy distinto en su voz.
—Te vendo la Bipolaris, querido Jacobus, con todas las máquinas y todo el stock. No puedo soportar el esfuerzo de readaptar mis fábricas a la producción de semejantes medidas. Te confieso que había hecho caso a un sabio que predijo la reducción paulatina de la función mamífera en la especie humana, y que todo mi stock se inclinaba hacia las medidas chicas.
—No pretenderás que considere como stock toda esa mercadería invendible que tienes... —Jacobus, en el pináculo de la gloria, sintió piedad por el vencido rival. Era conmovedor oírlo confesarse así—. Pero, en fin, comprendo que no estabas obligado a tener la intuición genial que tuve yo de que se estaba operando un cambio en la atmósfera...
—Claro, claro, querido Jacobus... Hasta los sabios se han sorprendido del cambio. Nadie puede imaginarse de dónde ha salido ese famoso I 15 C. Has estado genial, Jacobus —al desdichado Einstein, en pleno tobogán financiero, no le importaba ya un servilismo más o menos...
—¿Cuánto pides por la Bipolaris?
—Por ser tú..., trescientos cincuenta trillones.
—Bien, pongamos quince trillones. ¿Te parece bien?
Hubo un ruido como de burbujas en el auricular del teléfono. Por fin, la voz de Einstein Róger volvió a articular:
—Sí, querido Jacobus; me parece bien... Te llevas la mejor fábrica del mundo..., ¡después de la One-Two, desde luego!
Jacobus Rándom se sonrió a sí mismo: ¡aquél sí que era un triunfo!; ¡un triunfo por knock out y de un solo golpe!
Esa misma tarde firmaron el contrato, sobre el techo del Partenón. Cuando la ahora ondulante miss Gertrud secó las firmas, un Jacobus condescendiente miró a un envejecido Einstein.Detrás del arbusto, agachado para pasar inadvertido a las parejas que salían del parque, Jacobus Rándom revisó por última vez los diales de su pistola atómica. Aquel era su primer asesinato, y Rándom estaba dispuesto a hacerlo bien.
El sendero estaba solitario. El lento rumor de los pasos de la última pareja se apagó, esfumándose en el suave susurro de la brisa. Jacobus Rándom quedó solo. Tan solo que un pensamiento lo inquietó: "¿Y si no viene? ¿Y si me equivoqué y no es este el lugar?"
Pero no; no había por qué preocuparse; era temprano todavía: apenas un poco más de las ocho y media. Bien claro le habían dicho los detectives: "La persona que a usted le interesa ha sido oída citándose telefónicamente con una dama. Dijo que la esperaría en el parque, entre los dos cipreses, a las nueve..."
Porque todo había empezado con aquel nombre... Por aquel nombre estaba Jacobus Rándom allí, en el parque, acechando a un hombre...
Hubo la sombra fugaz de un murciélago sobre la nube luminosa, y Jacobus Rándom, sin proponérselo, se encontró viviendo otra vez la increíble serie de acontecimientos que lo trajeron al parque y pusieron una pistola atómica en su mano...
Tres meses atrás, Jacobus Rándom estaba en su despacho de presidente de la One-Two Company, una de las dos principales fábricas de corpiños del planeta; su gran despacho blanco de plástico imitando mármol, con el escritorio reproducción exacta del Partenón, el famoso templo de la Acrópolis de Atenas... ¿o de Roma? Quizá ni el decorador lo sabía. La culpa la tenía esa condenada moda que quería revivir en pleno siglo XXII la arquitectura clásica.
Era temprano todavía, y apenas si Jacobus Rándom se había instalado en su silla curul, copia exacta de la usada por un senador romano del siglo I, cuando la puerta se abrió y entró miss Gertrud, la secretaria. Con su andar rápido de empleada diligente y alerta, se plantó delante de Jacobus Rándom. Éste no pudo menos que comparar la delgada y fláccida figura de la secretaria con el cálido y rozagante retratograma de Carolyn Cónrad en sweater rojo, situado en la pared de enfrente. El mismo Jacobus lo había colgado allí para tener siempre presente, en aquella figura de relieve que respiraba serena y parpadeaba de vez en cuando, la mórbida perfección de la que casi fuera su modelo.
Jacobus Rándom suspiró. La comparación con la desmayada anatomía de miss Gertrud destacaba aún más las formas del retratograma, tan sabiamente moldeadas por el rojo tejido... "Y pensar", suspiró Jacobus, "que Carolyn pudo ser la modelo para el Inocente Maquiavelo..."
Pero ya miss Gertrud se hacía oír:
—El señor Hítler Müller desea verlo, señor Rándom.
—¿El señor Hítler Müller? —Jacobus se estremeció. Aquel era el inventor que había venido a proponerle, un año atrás, una novedad en corpiños, una novedad tan estúpida que Rándom tuvo que reírse cuando el hombre le dijo: "Hasta ahora, y desde que se crearon los corpiños, las dos partes han sido del mismo color. Mi idea, señor Rándom, es hacer las dos partes de colores bien distintos, contrastantes..."
Sí, él, Jacobus, el genio de la One-Two Company, se había reído del inventor. Y éste había ido con su creación a la Bipolaris Incorporated, la empresa rival, y Einstein Rógers, el presidente, lo había recibido con los brazos abiertos: lanzaron el Bi-Bi (Bipolaris Bicolor) y causaron sensación. Las ventas de la One-Two, a pesar de toda la propaganda hecha a su último modelo, el Inocente Maquiavelo, de satén y encaje, en una audaz vuelta a lo antiguo, habían caído a menos de la mitad...
—Dígale que espere, miss Gertrud —Jacobus hablaba con aire indiferente, le interesaba saber qué traía Müller, pero quiso disimular.
La secretaria se marchó y Jacobus paseó la mirada por la habitación. Desde su retratograma y su sweater, Carolyn Cónrad seguía respirando y parpadeando...
Con un esfuerzo, Jacobus apartó los ojos de ella y miró hacia un panel liso, de suave tinte azulado. Oprimió un botón en el borde del escritorio. Un trazo luminoso se encendió en la pared. El trazo serpenteó, dibujando lentamente una curva irregular: era el gráfico que representaba las ganancias de la One-Two... Cuando apareció el primer pico importante, Jacobus suspiró. Aquel ascenso representaba su primer gran acierto desde que había reemplazado a su padre en la dirección de la firma. El éxito lo debía al Cojín de Seda, el primer corpiño de seda que hubo en el mundo, luego de los siglos de reinado absoluto del material plástico. Jacobus había tenido ocasión de anticiparse a la evolución del público hacia las "viejas modas". El segundo pico correspondía al lanzamiento del Inocente Maquiavelo, para confeccionar el cual había tenido que redescubrir los procedimientos para hacer encajes. El triunfo había sido fulminante. Pero fulminante era también la caída del pico: la curva bajaba y bajaba en línea recta, hasta niveles jamás alcanzados de tan bajos. Aquella era la caída causada por el Bi-Bi, el corpiño bicolor inventado por el condenado Müller.
La curva, ya en rojo, se quedó titilando a un nivel bajísimo, próximo al suelo. Con un puñetazo de fastidio, Jacobus apretó el botón y la apagó.
—Hay que idear un nuevo modelo —se dijo, poniéndose de pie—; algo que supere al Bi-Bi.
Como siempre que se ponía de pie para pensar, sus pasos lo llevaron hasta el retratograma de Carolyn...
Carolyn Cónrad, la rotunda modelo que, por una simple discusión al firmar el contrato con la One-Two, había hecho pedazos el documento y se había ido con Einstein Rógers, el de la Bipolaris...
Jacobus suspiró y tocó el marco del retratograma. Lentamente, la imagen alzó los brazos y cruzó las manos detrás de la nuca, en voluptuoso movimiento... Y así se quedó, con el sweater más lleno que nunca y mostrando el broche de oro prendido en el cuello. El broche imitaba una mariposa y en él se disimulaba el dispositivo electrónico que, cuando se pronunciaba cerca cierta combinación de palabras, hacía abrirse en dos no sólo el broche sino el sweater todo. Otra combinación de palabras hacía el efecto contrario, cerrando broche y sweater en forma instantánea. Era la versión electrónica del primitivo cierre relámpago.
—Carolyn... —volvió a suspirar Jacobus, estremeciéndose al mirar aquel broche mágico que a la vez era candado y promesa, sello y puerta—. Carolyn, la mujer ideal para un fabricante de corpiños..., la mujer opulenta que no necesita usarlos... Carolyn... —otro suspiro de Jacobus. Pero no pudo seguir suspirando porque la puerta se abrió de nuevo. Y otra vez se encontró ante la desdichadamente vacía blusa de miss Gertrud.
—El señor Hítler Müller insiste en verlo, señor Rándom... Dice que si no lo quiere atender se va ahora mismo a ver al señor Einstein Rógers.
—Hágalo pasar...
Un momento después entraba un hombre alto y desgarbado, de espesas cejas rubias y rostro apergaminado; los ojos, bajo aquella cornisa de cejas, parecían mirar desde el fondo de un telescopio.
Hombre habituado a tratar con los capitanes de la industria, fue directamente al grano:
—Espero que esta vez me haga caso. No debería ayudarlo; pero a mí me interesa que haya dos compañías rivales que se peleen y no una sola. Así que cómpreme la idea, pues si tengo que vendérsela a la Bipolaris, la One-Two desaparecerá de la circulación...
—Bien... —del otro lado del Partenón, Jacobus trató de conservar la calma—. Si me dice de qué se trata...
—Se trata... —Hítler Müller se inclinó sobre el frontispicio del templo— de aprovechar el SA 1760. Está totalmente en desuso desde hace más de cincuenta años y podemos comprarlo por nada...
—Un momento... —Jacobus, como buen especialista, no sabía de nada que no fuera un corpiño—. ¿Qué es eso del SA 1760?
—SA 1760 significa "Satélite Artificial número 1760" —explicó pacientemente el inventor—. Es uno de los más grandes que se instalaron jamás y me consta que nadie lo ha reclamado desde que la Cosmarina dejo de usarlo... Con él en nuestro poder...
Un decepcionado suspiro de Jacobus lo interrumpió.
—Creí que me ofrecería algo interesante— sus dedos tamborilearon sobre el techo del Partenón—, ¡y algo más original! ¿No sabe usted que la propaganda de satélites artificiales está ya en completa decadencia? Desde que salieron las nubes luminosas, mucho más baratas y atractivas, los saté...
Ahora fue Hítler Müller quien interrumpió, con un bufido en lugar de suspiro.
—Debo tener cara de idiota o de fabricante de corpiños —gruñó—. Para usar un satélite artificial como propaganda, yo no me molestaría en hablarle, señor Rándom. Lo que yo me propongo hacer con el SA 1760 es algo distinto...; tan distinto que debe quedar entre nosotros como un secreto sagrado...
Aquí el inventor hizo una pausa, que no era necesaria, porque Jacobus estaba medio subido al Partenón, brillantes de ansiedad los ojos.
—Después de largas y pacientes investigaciones —continuó Müller—, he realizado un descubrimiento sensacional: el isótopo número 15 del carbono.
—¿El qué?
—El isótopo número 15 del carbono... No entraré en detalles porque ya veo que tendría que repetirle varias veces cada palabra. Bástele saber que se trata de un carbono diferente del común, y que es asimilado por el cuerpo humano, con un efecto sorprendente. Imagínese que con sólo respirarlo, y sin variar para nada la alimentación, un hombre podría engordar 20 o 30 kilos en pocos días. Pero lo más interesante es que el engordamiento se hace en forma selectiva: unas partes del cuerpo engordan más que otras...
Jacobus dejó el techo del Partenón y volvió a la silla.
—Sepa, señor Hítler Müller —dijo con aire cansado—, que la caridad no me interesa gran cosa. Si quiere usted engordar a la raza humana, ofrezca entonces sus descubrimientos al Patriarca y no...
—Corto de visión, como todo fabricante de corpiños —el inventor meneó la cabeza con aire de reprobación—. ¿No se le ocurre que gracias a mi descubrimiento la raza humana podría ser engordada en pocas semanas, sin que nadie lo advirtiera ni lo pudiera evitar? Por si le interesa saber, el engordamiento selectivo de la especie humana dará a los hombres un desarrollo anormal en la región abdominal y a las mujeres (escuche bien, señor Rándom), un crecimiento muy pronunciado en la región pectoral... Las razones de esta diferente reacción según los sexos no fue descubierta todavía; ha de ser sin dudas cuestión de hormonas... Pero ya sé que a usted no le preocupa el sustrato científico de un negocio. Lo que a usted le interesa es el negocio en sí. Pues bien, ¿calcula usted, señor Rándom, el fabuloso negocio que puede hacer el fabricante de corpiños que sepa con la debida anticipación que dicho engordamiento selectivo se va a producir?
—No llego a verlo, señor Müller —algo mareado, Jacobus parpadeaba como si tuviera una basura en un ojo.
—¡No llega a verlo!... ¡Y ha llegado a ser presidente de una empresa como esta! Por Zeus, ¿es usted miope? ¿Se lo tengo que dar por escrito? —ahora fue Hítler Müller el que se acostó sobre el techo del Partenón, en un colérico esfuerzo por unir su nariz con la de Jacobus—. ¡Imagínese, señor Rándom —continuó a gritos— que usted me compra mi descubrimiento! ¡Imagínese que entonces yo, financiado por usted, desde luego, instalo en un satélite artificial (el SA 1760, por ejemplo) una planta automática para producir el isótopo 15 del carbono...! ¡Imagínese que todo el I 15 C, así producido, es entregado a la atmósfera, hasta saturarla...! ¡Imagínese que, entretanto, usted ha puesto a todas sus fábricas a fabricar corpiños de medida gigante...! ¿Le cuesta mucho imaginar que su compañía monopolizará tranquilamente, y sin violar ninguna ley comercial, toda la industria? ¿Le cuesta mucho imaginar que en sus manos estará la ruina de todas las otras compañías, en especial la Bipolaris; pues, una vez producido el engordamiento selectivo, todos sus stocks de medidas normales serán invendibles? —Hítler Müller se enderezó, mientras el maxilar inferior de Jacobus colgaba sin fuerza—. Pero ya veo que usted no puede imaginárselo. Iré a hablar con Einstein...
—¡No! ¡Usted no habla con nadie desde ahora! —saltó Jacobus con los ojos húmedos y las manos temblorosas de emoción—. ¿Cuanto vale su descubrimiento?
—Cincuenta millones; más un millón por la instalación de la planta en el SA; más cinco millones como indemnización por el engordamiento de mi abdomen. Total: Cincuenta y seis millones.
—¡Es mucho dinero!
—Voy a ver a Einstein Ró...
—¡Usted no va nada! Pero comprenda Müller, que eso es una suma galáctica... Hágame una rebaja...
Tras un largo estira y afloja, el inventor consintió en reducir su indemnización a tres millones. Fue todo lo que Jacobus pudo conseguir.
Por fin se estrecharon la mano. Esa misma tarde, Müller se encargaría de la compra del SA y de un TI (taxi interplanetario) usado, para ir y venir al SA. La planta productora del I 15 C debería estar regando la atmósfera dentro de un mes... Para ese tiempo las fábricas de Jacobus ya tendrían acumulado un stock de corpiños gigantes como para moldear las siluetas de toda una generación.
Cuando el inventor se marchó, doblando cuidadosamente el cheque, Jacobus volvió a mirar el retratograma desde donde, lánguida pero llena de salud, le sonreía Carolyn, con la prometedora mariposa de oro brillándole en el cuello.
—Einstein Rógers quebrará, Carolyn... Y entonces tendrás que firmar contrato conmigo... ¡Conmigo, Carolyn! ¡Carolyn, la que no los necesita!
Todo anduvo como sobre carriles. En menos de una semana el TI y el SA estuvieron comprados. Una semana más, y ya Hítler Müller, luego de un sinfín de viajes, tenía en el SA todo lo necesario para producir el I 15 C. Claro que pudo haberlo hecho en la quinta parte del tiempo, si hubiera contado con ayudantes, pero como el secreto era fundamental, el inventor tuvo que arreglárselas solo, haciendo tanto de chofer como de director técnico.
Desde luego, Jacobus Rándom no se durmió: sus fábricas hirvieron de actividad noche y día. Tuvo que triplicar los obreros robots, pero eso no resultó problema. Sí lo fue conseguir depósitos donde acumular tanta mercadería en un planeta ya casi desprovisto de espacios aprovechables. Rándom se las arregló alquilando los silos submarinos construidos por Australia para almacenar su producción de lana antes de que el _lanón_, el último plástico a base de aluminio, desplazase del mercado al venerable producto ovino.
Por supuesto, Einstein Róger, el presidente de la Bipolaris, no tardó en hacerse presente en el despacho de Jacobus.
—¡Esto sí que es algo inesperado! —dijo Jacobus, todo sonrisas, levantándose para recibirlo.
Róger se tomó su tiempo para contestar: se sentó sobre un ala del Partenón y, encendiendo un cigarrillo, miró al retratograma. Carolyn estaba ahora de perfil, luciendo mejor que nunca el sweater rojo.
—¿Nunca te resignaste, eh, Jacobus? —dijo por fin Róger.
—Te confieso que no, Einstein... Pero no te guardo rencor: no pierdo las esperanzas de traerla para la One-Two...
Róger sonrió con aire de superioridad. Esa mañana las ventas del Bi-Bi habían decuplicado las del Inocente Maquiavelo... Sin embargo el aplomo de Róger era sólo ficticio. Se había enterado de la fabulosa producción de las fabricas de Rándom y ardía en deseos de saber a qué se debía la producción en masa de modelos invendibles por lo grandes. ¿Estaría Rándom haciendo un suicidio comercial? ¿O el mal estado de sus negocios le había trastornado los sesos? No obstante, parecía tan contento...
—No me engañas, zorrino —dijo de pronto, mirándolo con fijeza—. ¿Qué te traes entre los huesos del cráneo?
—Nada. ¿Por qué? —Jacobus parecía el retratograma de la inocencia.
—¡Basta de tapujos! ¿qué te propones?
—Einstein, Einstein... ¿Desde cuándo nos consultamos los proyectos? ¿Acaso me anunciaste algo cuando sacaste el bicolor?
—¿Confiesas entonces que estas tramado algo?
—Siempre, querido Einstein, nosotros dos hemos estado tramándonos algo... Lo único que puedo adelantarte es que Carolyn vendrá a mí... ¡Y dentro de muy poco!
—¡Eso nunca! —bramó Róger, lanzando un puntapié al Partenón. Pero el plástico era pétreo y el presidente de la Bipolaris quedo saltando en un pie y mascullando palabrotas que enrojecerían a un cosmarinero.
Dos días antes del plazo señalado, Hítler Müller anunció que todo estaba listo.
—Cuando el sol de mañana caliente la cupla de arranque, amigo Jacobus, el SA empezará a lanzar hacia la atmósfera un chorro continuo de I 15 C...
—¡Magnífico! —Jacobus se frotó las manos. Él también estaba listo ya, con los silos submarinos atiborrados de mercadería hasta el tope. Pero, como era característico en él cuando se veía en vísperas de un gran éxito, una profunda desazón lo embargó—. ¿Está seguro, amigo Hítler, de que el I 15 C no fallará?
—Absolutamente seguro. Ya le he mostrado a usted las fotos de los monos tratados.
—Sí... —Jacobus se estremeció al recordarlas—. ¿Seguro también de que no había efectos nocivos?
—Seguro también. El engordamiento selectivo será tal cual lo predije. Habrá, desde luego, un engordamiento general del cuerpo, pero será insignificante comparado con el desarrollo que tendrán las partes que nos interesan.
—¿Cuándo comenzaran a sentirse los efectos?
—Ya le he dicho a usted que no puedo dar fecha. Como usted sabe, la atmósfera es loca, y uno no puede predecir cuándo se habrá operado la distribución general del I 15 C... Pero, ¿por qué tanta pregunta? ¿Asustado?
—No. He gastado ya demasiados millones para asustarme... Y, además, tengo otras razones para no echarme atrás... Dos poderosas razones —agregó, mirando el retratograma con ojos entornados.
Durante los primeros días de la puesta en marcha de la planta productora de I 15 C, Jacobus Rándom no se preocupó demasiado. Pero al comenzar la segunda semana, empezó a buscar signos reveladores de que las previsiones de Hítler Müller se cumplían. Todos los días, apenas ocupaba su puesto detrás del Partenón, llamaba a miss Gertrud.
La chata secretaria se plantaba delante de él, aguardando órdenes. Y Jacobus la sometía a un silencioso escrutinio. No advirtiendo novedad alguna, la despedía, con gran sorpresa de la cuarentona muchacha. Al décimo día de no advertir cambio alguno llamó por teléfono al inventor.
Pero Hítler Müller se ocupaba ya en otras cosas...
—Sepa, señor Rándom —gruñó Müller en el aparato— que el I 15 C no me interesa más. Todas las semanas iré al SA 1760 para renovar la carga de la planta, como está estipulado en el contrato; pero ahí termina toda mi misión. Ya le he dicho que no puede saberse cuándo empezará el efecto, y ahora déjeme en paz, que estoy muy ocupado con mi nuevo invento: unas hormigas mecánicas que le cortan a uno la barba mientras duerme... Pero eso no tiene nada que ver con usted.
Jacobus tuvo que tragarse su impaciencia y seguir esperando los acontecimientos. Al duodécimo día hubo un cambio en miss Gertrud... pero no el que él esperaba: la secretaria apareció con un sweater rojo y con el rostro rejuvenecido por un maquillaje carísimo. Jacobus se sorprendió; pero al verla ruborizarse bajo su escrutadora mirada comprendió lo que ocurría: miss Gertrud interpretaba a su modo el silencioso examen de cada mañana. Claro que su nuevo arreglo no podía resultar más desastroso: invitaba a la comparación con el glorioso retratograma de Carolyn; comparación nada favorable, por cierto, para el desinflado sweater de la secretaria.
Ya había empezado Jacobus a preocuparse y a preguntarse si no habría sido víctima de una colosal estafa, cuando, una mañana, al vestirse, tuvo problemas con el cinturón: debió correrlo un agujero... Esperanzado, volvió a la oficina y, una vez detrás del Partenón, llamó a miss Gertrud.
Ésta apareció con una expresión nueva en los ojos: la suya ya no era la mirada atenta pero opaca y algo resignada de una empleada toda cumplimiento del deber: ahora había calor y luz en sus pupilas, que ardían seguras de sí mismas, desafiantes casi. No le fue difícil a Jacobus encontrar la causa: de un día para otro el sweater de miss Gertrud había cobrado un inesperado interés...
Para la tarde tuvo la confirmación: las ventas del Inocente Maquiavelo acusaron un acentuado repunte, sobre todo en los números mayores. Desde luego, las cifras del Bi-Bi fueron muy superiores; pero Jacobus no se preocupó.
—Es el canto del cisne de la Bipolaris —se dijo satisfecho—. Ya veremos sus cifras dentro de unos días... ¡Carolyn, Carolyn!... ¡Qué poco tiempo nos separa!
Una vez empezado, el engordamiento selectivo, como lo llamaba Hítler Müller, se desencadenó con increíble rapidez. A las 48 horas miss Gertrud podía mirar por encima del hombro el retratograma de Carolyn. Jacobus decidió duplicarle el sueldo, dados sus méritos sobrados, y hubiera decidido algo más si su propia persona no hubiera empezado a preocuparle. Porque no sólo su abdomen alcanzó un diámetro increíble: también las caderas se le ensancharon, a tal punto que empezó a tener dificultades para sentarse en su silla curul, detrás del Partenón...
Llamó a Hítler Müller, pero éste lo mandó a paseo.
—¡Ya le he dicho que no me moleste! ¿No está vendiendo ya, en un día, más Inocentes Maquiavelos, tamaño gigante, que antes en todo un año? ¿Por qué se queja? ¿Por un simple efecto secundario no del todo previsible?
Fue todo lo que pudo sacar de él.
Entretanto, como no podía dejar de suceder, también el público todo se había percatado del portentoso fenómeno que dilataba a las mujeres por arriba y a los hombres por abajo. Los diarios lo tomaron al principio con mucha alegría y espíritu; verdaderamente, un paseo por la calle en aquellos días era como para levantar el espíritu a cualquiera.
Como dijo Müller, las ventas de la One-Two llegaron a cifras supergalácticas. Era la única marca que tenía tamañas medidas, y, además, las clientas tenían que comprar cada pocos días un número mayor...
Einstein Róger llamó a Jacobus.
Éste se limitó a levantar el tubo y a escuchar desde lejos el torrente de improperios. Volvió a dejar el tubo, y el silencio volvió a reinar en el despacho, presidido siempre por la incomparable Carolyn; la incomparable Carolyn que, desde hacía unos días, ya no era tan incomparable...
Aunque no había pantalón que le anduviera bien, y a pesar de que había tenido que abandonar la silla curul, fiel compañera de tantos desvelos, Jacobus Rándom se consideró el más feliz y genial de los capitanes de industria. Los atiborrados silos submarinos iban en rápido camino de agotamiento, y ya se discutía en Wall Street si el fenomenal Jacobus abriría una cadena de bancos para administrar sus fabulosas ganancias, o si invertiría parte de ellas en la compra del sistema planetario de Próxima Centauri.
Einstein Róger volvió a llamar, pero ahora había un tono muy distinto en su voz.
—Te vendo la Bipolaris, querido Jacobus, con todas las máquinas y todo el stock. No puedo soportar el esfuerzo de readaptar mis fábricas a la producción de semejantes medidas. Te confieso que había hecho caso a un sabio que predijo la reducción paulatina de la función mamífera en la especie humana, y que todo mi stock se inclinaba hacia las medidas chicas.
—No pretenderás que considere como stock toda esa mercadería invendible que tienes... —Jacobus, en el pináculo de la gloria, sintió piedad por el vencido rival. Era conmovedor oírlo confesarse así—. Pero, en fin, comprendo que no estabas obligado a tener la intuición genial que tuve yo de que se estaba operando un cambio en la atmósfera...
—Claro, claro, querido Jacobus... Hasta los sabios se han sorprendido del cambio. Nadie puede imaginarse de dónde ha salido ese famoso I 15 C. Has estado genial, Jacobus —al desdichado Einstein, en pleno tobogán financiero, no le importaba ya un servilismo más o menos...
—¿Cuánto pides por la Bipolaris?
—Por ser tú..., trescientos cincuenta trillones.
—Bien, pongamos quince trillones. ¿Te parece bien?
Hubo un ruido como de burbujas en el auricular del teléfono. Por fin, la voz de Einstein Róger volvió a articular:
—Sí, querido Jacobus; me parece bien... Te llevas la mejor fábrica del mundo..., ¡después de la One-Two, desde luego!
Jacobus Rándom se sonrió a sí mismo: ¡aquél sí que era un triunfo!; ¡un triunfo por knock out y de un solo golpe!
—Ya te he comprado la Bipolaris —dijo con voz sorprendentemente suave—. Quisiera comprarte algo más...
—¿Algo más, todavía? —hubo angustia de perro apaleado en la mirada del ya ex presidente de la Bipolaris.
—Sí, algo más todavía... ¡El contrato de Carolyn!
—¿El contrato de Carolyn? ¡Nunca!
—Creo que diez trillones es un buen precio —Jacobus aparentó no haber oído la explosión de Einstein—. ¡Ni por una cantante de ópera, en pleno Siglo Loco, se pagó tanto!
—El contrato de Carolyn no está en venta.
—Veinte trillones.
—¡El contrato de Carolyn no está en venta!
—¡Cien trillones!
Einstein hizo un ruido parecido a un sollozo. Luego hubo un silencio; luego un bufido y en seguida un improperio...
—¿Qué dices? —saltó Jacobus.
—¡Que eres el canalla más recanalla que jamás encanalleció el mundo! ¡Que prefiero trabajar de ascensorista en el Pléyade Building, que tiene cinco mil pisos, antes que ceder a Carolyn! ¡Aunque haya perdido la Bipolaris seguiré siendo toda la vida un fabricante de corpiños de alma! ¡Y Carolyn es el ideal de un fabricante de corpiños! ¡Nunca, nunca, renunciaré a él!
Hubo un estampido, Einstein Róger acababa de marcharse cerrando la puerta con violencia terrible.
Perplejo, Jacobus se quedó con la boca abierta. No sabía por qué, pero una sensación rara, penosa casi, había reemplazado a la triunfal embriaguez de momentos antes.
—¡Este Einstein es un imbécil! —gruñó en voz alta. Pero eso no mejoró las cosas: algo, allá muy adentro, le decía que acababa de recibir una lección.
Y ya no volvió a gozar de la victoria. Y no sólo por la discusión con Einstein, sino también por las noticias que empezaron a llegarle.
El engordamiento selectivo había continuado, y pronto surgieron las primeras dificultades: las minas de columbio del Mont Blanc paralizaron sus trabajos, porque las galerías resultaron demasiado estrechas para los ensanchados mineros; a ellas le siguieron otras; y en cuestión de horas, toda la industria extractiva del planeta quedó parada.
Fue el primer golpe. Al otro día hubo otros, tanto o más graves.
El comercio interplanetario quedo súbitamente interrumpido; los cosmarineros no pudieron entrar más por las escotillas de sus cosmonaves y la Tierra toda se encontró de pronto privada de toda importación, como si hubiera sido sometida al más inflexible de los bloqueos. Los submarinos dejaron de navegar. Pronto, los ómnibus aéreos dejaron de correr: era inútil agrandar las puertas, porque, de todos modos, los asientos no podían ser utilizados. Todo el intercambio cesó, como si el I 15 C, en lugar de ser un engordante selectivo, hubiera sido un anestésico de terrible eficacia paralizante.
Los arriba apuntados fueron indudablemente los perjuicios más generales e importantes ocasionados por el I 15 C. Hubo muchos otros de consecuencias menores aunque muy molestas en unos casos e irritantes en otros.
Así, por ejemplo, el problema que se planteó a los cines de barrio. (El cine es un curioso caso de supervivencia: a pesar de los siglos transcurridos desde su invención, nada ha podido relegarlo definitivamente; es lo que los sociólogos llaman una "comodidad fósil".) Los empresarios, no pudiendo acomodar en las butacas a los dilatados espectadores, las reemplazaron con bancos y aumentaron el precio de las entradas, para resarcirse del perjuicio ocasionado por el menor número de espectadores que podían admitir. Este aumento, para una población ya en crisis, fue decisivo, nadie pisó más una sala de cine. Algo análogo ocurrió con las peluquerías: inútiles por chicos los cómodos y aparatosos sillones, y no pudiendo reemplazarlos en un momento de quebranto industrial, dejaron de tener su atractivo mayor: ¿qué peluquero puede entretener con su charla a un cliente que debe malsentarse en un incómodo banco?
Las fábricas de automotores y cosmonaves fueron rápidamente readaptadas para producir según las nuevas medidas "standard" del ser humano. Pero se encontraron sin materias primas, porque readaptar las minas resultó mucho más difícil: los expertos calcularon en tres meses el tiempo necesario para ensancharlas y hacerlas otra vez laborables; un lapso semejante, agobiado por el cese de la importación desde otros planetas, bastaba y sobraba para la desorganización completa de toda la estructura económica del planeta.
Engordadas multitudes de desocupados se dejaron arrastrar por las veredas rodantes; hubo rumores de movimientos políticos y, por primera vez en dos siglos, se habló de formar cuerpos regionales de policía. El I 15 C ya no era un anestésico, ahora resultaba un veneno poderosísimo, letal... El sistema del Patriarcado vaciló hasta en los cimientos...
No sólo a la especie humana afectó el engordamiento: la naturaleza toda sufrió una conmoción como quizás no la hubo desde que el clima del Mesozoico perdiera su suavidad; los animales habituados a vivir en cuevas se encontraron con que debían pasarse fuera la mayor parte del tiempo; a medida que engordaban, las cuevas les quedaban chicas; desde los ratones a las lombrices pasaron las de Caín. Pero el mayor desastre fue para los pájaros: su instinto no se adaptó a la nueva situación y siguieron haciendo nidos como para pájaros
normales, más bien flacos; pronto el peso de las engordadas aves superó la resistencia de los nidos y ya no hubo paz ni tranquilidad entre las frondas. Un gorrión hembra, por ejemplo, aparte de no caber más en el nido, no sabía si en el momento menos pensado el nido cedería y se vendría abajo; resultado de todo es que los pájaros dejaron de poner huevos, y el cielo perdió el encanto de los píos y de los trinos...
Toda la ciencia de la Tierra se abocó al estudio del nuevo elemento aparecido en la atmósfera. Fue rápidamente detectado por el Servicio de Centinelas. Había cierta tensión entre los terrestres y los habitantes de Churchill, el tercer planeta de Antares, descubierto por un inglés, y se ejercía muchísima vigilancia sobre la Tierra. Como no se sabía cómo podía ser un ataque Churchiliano se controlaba todo, hasta la composición química de la atmósfera; y así fue descubierto el I 15 C apenas apareció. Mil conjeturas se hicieron para explicarlo, pero todas estuvieron muy lejos de la verdad: ¿quien hubiera podido imaginar que un terrestre fuera capaz de semejante sabotaje a su propio planeta? ¿Y quién podía suponer que la fuente productora estaba allí, en ese melancólico y oxidado anillo de satélites artificiales en desuso, que giraban y giraban en torno a la Tierra?
Abrumado por el desastre general, Jacobus, multitrillonario, se encontró más pobre que nunca; ¿de qué le valían sus trillones si no podía llamar siquiera a un TI para correr en busca de Carolyn, desaparecida desde el momento en que Einstein Róger echó candado a sus fábricas y se marchó con rumbo desconocido?
Desde luego, también la One-Two sufrió la crisis general: llegó el momento en que el público comprador perdió poder adquisitivo, y se generalizó la antiestética y anticivilizada costumbre de no usar nada. Por otra parte, aquellas opulencias que tanto habían entusiasmado al principio, perdieron atractivo en un mundo de hombres abrumados por la crisis y agobiados por sus abdómenes y sus caderas siempre en franco tren de expansión. La coquetería femenina no fue una de las víctimas menores del I 15 C. Llego así el día en que también las ventas de la One-Two cayeron a cero.
—¿Quién hubiera podido imaginar tamaña catástrofe? —se preguntaba desolado Jacobus, que pasaba todo el día en el helado silencio de sus marmóreas oficinas—. ¿Quién podía prever que unos cuantos centímetros de más resultarían peores que la peor de las pestes?
Fue en uno de esos días en que sufrió la peor sacudida... ¡Como que, luego de infundirle la más loca esperanza, lo enterró en el más negro abismo del desencanto!
Sonó el teléfono y corrió a atender. Una voz femenina habló del otro lado:
—¿La One-Two? Deseo hacerles un pedido... Anote: un Inocente Maquiavelo de la medida más chica que tengan.
—¿Un Inocente Maquiavelo de la medida más chica? —atónito, Jacobus no pudo creer en lo que oía. Una loca esperanza le aceleró el corazón: ¿estaría empezando a ceder el engordamiento selectivo? ¿quién sería aquella maravilla de mujer que necesitaba el número más chico del Inocente Maquiavelo?
—Sí, el número más chico —insistía.
—Este..., encantado señorita. ¡Yo mismo se lo llevaré enseguida! ¡Cuál es la dirección?
—Calle 503, número 35.201, Nueva York... Es para el Museo Moderno de Antigüedades.
Totalmente knock out, Jacobus cayó sobre una silla.
Para colmo de males, Hítler Müller había desaparecido: ni por teléfono, ni yendo personalmente a sus laboratorios, pudo Jacobus localizarlo. Arrepentido, sin duda, por la catástrofe mundial que había ocasionado, el inventor había preferido salir de la escena.
Pero Jacobus era un hombre tenaz, y tenía trillones para tirar. Contrató un pesado cuerpo de engordados detectives y ofreció un suculento premio a quien le trajese al inventor. Por supuesto, a ninguno dio la razón de su interés por aquel individuo de apellido vulgar y de nombre más vulgar todavía.
Aunque engordados, los detectives eran gente capaz: en dos días localizaron a Hítler Müller y lo trajeron al despacho de Jacobus. Hubo que forcejear un poco para hacerle franquear la puerta, pues el I 15 C había cumplido una magnífica acción engordante en su descubridor; y por fin estuvieron otra vez
frente a frente los causantes de todo aquel cataclismo.
Jacobus esperó a que los dejaran solos, y entonces avanzó con los puños apretados.
—¿Puede saberse por qué se escondió? —bramó, tembloroso el enorme abdomen por la ira.
Hítler Müller, perdida por completo la arrogancia, ocultó la cabeza entre las manos.
—Porque no pude seguir cumpliendo el contrato —dijo con voz quebrantada.
—¡Cómo que no ha cumplido! ¡Ha cumplido y demasiado bien!
—No, señor Rándom, no... Según nuestro arreglo, yo me comprometí a renovar cada semana la carga de la planta automática productora del I 15 C...
—¿Y bien?
—Pues..., como usted sabe, ya nadie puede subir a una cosmonave: las escotillas resultan demasiado estrechas... Yo también he sido víctima: hace diez días que no puedo subir al TI para viajar hasta el SA. Por eso me escondí: ¡Porque la planta instalada en el SA 1760, falta de carga, ha dejado de funcionar hace ya tres días! ¿Me perdona, señor Rándom?
Los ojos de Jacobus se agrandaron.
—Lo que usted dice ¿significa que la atmósfera ya no recibirá más I 15 C?
—Así es. No es culpa mía si...
—¡Callese! Y limítese usted a contestarme. Entonces ¿el engordamiento selectivo se detendrá?
—Por supuesto —Hítler Müller se encogió aún más—. No sólo se detendrá, sino que muy pronto comenzará a ceder. Lentamente, los cuerpos volverán a la normalidad... ¿Me perdona por ello, señor Rándom? No es culpa mía si...
—¡Callese, le digo! ¿Cuándo volverá todo a la normalidad?
—Ya una vez le dije que la atmósfera es loca... Pero el desengordamiento no ha de llevar mucho tiempo; desaparecido del aire el I 15 C, ya no habrá razón para que continúe la actual dilatación de los organismos...
Jacobus se sentó en el Partenón, sin medir el riesgo de aplastarlo. Y una sonrisa maligna empezó a torcerle el rostro...
—Si todo vuelve a la normalidad —se dijo—, todo el stock de Bi-Bi que compré por una bicoca a Einstein volverá a tener valor... Jacobus, Jacobus, ¡siempre dije que no hay en el mundo un genio como tú!
Por esta vez, las previsiones de Hítler se cumplieron en todas sus partes: llegó el día en que un sonido inusitado despertó a Jacobus.
—¡Trinos de pájaros! —exclamó, sentándose en el lecho—. ¡El desengordamiento ha comenzado!
Rápidamente, como si cada organismo fuera un globo que se desinfla, los distintos diámetros de cada ser fueron retornando a sus medidas de antes. Agilizados, más llenos de bríos que nunca, los hombres volvieron a tripular las cosmonaves y los submarinos, a trabajar en minas y fábricas, a recrear los ojos en las todavía opulentas pero otra vez atractivas matronas que iban y venían por las calles. La coquetería femenina recobró su imperio, y nuevamente comenzó la demanda de corpiños.
Del cero absoluto las ventas de la One-Two se remontaron otra vez a cumbres siderales: dueño absoluto de la plaza, nuevamente inundó el mundo con el Inocente Maquiavelo. Claro que ahora la demanda era por números más chicos.
Si antes, al crecer las medidas, la fortuna de Jacobus se había multiplicado con ritmo de fiebre, ahora resultó algo incalculable. Llegó a decirse que tenía más trillones que el mismo Patriarca. Sin embargo, todo aquel triunfo no lo envaneció. Jacobus no había alcanzado el objetivo supremo que lo impulsara a trastornar de tal manera el ancho de la humanidad toda: Carolyn Cónrad, otra vez incomparable en el soberbio sweater rojo del retratograma, seguía tan inalcanzable para él como en el primer día. Ni siquiera los mismos detectives que le trajeron a Müller pudieron encontrársela. Einstein Róger, al llevársela, no había dejado rastro alguno tras sí.
Como sucede a todo vencedor que no llega al triunfo completo, la melancolía hizo presa en Jacobus, una melancolía que día a día se agravaba ante el espectáculo cada vez más desdichado que ofrecía el cada vez más desdichado sweater rojo de miss Gertrud, ya a kilómetros de distancia del invariable encanto del retratograma de Carolyn. Una mañana, sin que nadie lo hubiera llamado, se presentó Hítler Müller en el despacho de Jacobus. Aunque gordo todavía, a las claras se veía que pronto volvería a la flacura de antaño.
—Ya puedo entrar otra vez en el TI —dijo a Jacobus—. ¿Vuelvo a poner en marcha la planta productora del I 15 C?
—¡No, animal! —saltó Jacobus, presa de un violento temblor—. ¡Ya no hace falta! ¡He ganado ya más dinero del que nunca podré contar!
—Como usted guste, señor Rándom, sólo preguntaba porque tenemos un contrato...
—Podemos darlo por terminado. Y para que vea cuán satisfecho he quedado —Jacobus se repatingó con placer en su silla curul. Todavía no se había habituado a la idea de que podía sentarse en ella cuantas veces quisiera—; para que vea hasta qué punto soy agradecido, aquí tiene, Hítler, otros cincuenta millones, como premio... ¿Qué le parece?
—¡Me parece muy bien! —el inventor parpadeó emocionado—. ¡Otra vez podré ocuparme de mis hormigas afeitadoras! —Tan agradecido se sintió el buen Hítler que agregó: —Voy a retribuirle el favor, señor Rándom. Le daré un dato que pensaba guardarme, y que a usted le hará ganar aún más dinero. Como pronto podrá comprobarlo, al volver los tejidos humanos a sus dimensiones de antes; habrá un aflojamiento general de carnes...
—No veo en qué consiste la importancia del dato. Es un detalle que...
—Es un detalle que para usted representará otra fortuna, señor Rándom. ¡Haga trabajar esos sesos! —el inventor miró a Jacobus con lástima—. Todo lo que tiene que hacer usted es lanzar al mercado un nuevo modelo, un Inocente Maquiavelo Reforzado, para hacer frente al relajamiento general de los tejidos.
Jacobus se reanimó; aunque saturado de trillones, no podía ser indiferente a la perspectiva de otro fabuloso negocio.
—Entiendo... Adaptaré los Bi-Bi que le compré a Einstein... Presiento que las medidas chicas serán las más solicitadas.
—Así es —Hítler sonreía beatífico—. Y como una última demostración de aprecio, le calcularé qué refuerzo le deberá poner al nuevo Inocente Maquiavelo...
Aquí, el inventor sacó una regla de calculo y se entregó a una serie de complicadas operaciones. Por fin concluyó:
—Bastará por cuatro ballenitas por mitad. Con eso quedará perfectamente compensado el mayor peso causado por el relajamiento de los tejidos.
Así nació el Inocente Maquiavelo Reforzado, que, en honor de la verdad histórica, debió llamarse, con más propiedad, Bi-Bi reforzado. Pero la vanidad comercial tiene sus exigencias.
El favor con que el público lo recibió fue inmenso. Nueva cosecha de trillones para Jacobus, y un motivo más de orgullo para su ya envanecido espíritu.
—Si tuviera a Carolyn, mi dicha sería perfecta —se decía una mañana apoyado de codos en el Partenón y mirando con ojos entornados el triunfal retratograma de Carolyn—. Hasta que no esté conmigo no se habrá realizado en su totalidad mi ideal de fabricante de corpiños... ¡Carolyn, la mujer perfecta! ¿Dónde estarás?
La puerta se abrió, y entró mis Gertrud, otra vez embolsada en una blusa negra, deplorablemente vacía.
—Una señorita desea verlo— dijo con voz agria. Desde que sus diámetros habían vuelto a sus esmirriadas proporciones de siempre, su carácter se había resecado aún más—. No quiso dar el nombre.
—Hágala pasar.
Miss
Miss Gertrud se retiró con el rostro convertido en una máscara helada. Pero Jacobus no lo advirtió: sólo tenía ojos para aquel sweater, que lo atraía como una llama a una mariposa, y para aquella mariposa de oro que lo quemaba como una llama.
—Me separé de Einstein —la voz de Carolyn era cálida, como correspondía a una voz que surgía de semejante pecho—. El pobre está muy venido a menos últimamente... Recordé el contrato que una vez me ofreció usted, Jacobus, y por eso me tiene aquí. ¿Sigue en pie la oferta?
—Sí... —apenas si Jacobus pudo articular, poniendo sus manos temblorosas en contacto con aquella lana de increíble suavidad y atrayendo a Carolyn hacia sí—. Sí, la oferta sigue en pie, Carolyn—. ¡Si supieras cuánto he deseado este momento! ¡Ha sido el ideal de toda mi vida!
Carolyn sonrió, su boca casi tocando la de Jacobus. Pero éste no la besó; se inclinó hacia el cuello, hacia la mariposa de oro; el cierre electrónico que tantas veces soñara partido en dos en sus noches febriles.
—¿Cómo se abre? —susurró.
—Las palabras son "Sésamo, ábrete..." —una languidez creciente aterciopeló la voz de la muchacha.
—¡Sésamo, ábrete! —hubo una arista de urgencia en el tono de Jacobus.
La mariposa de oro se partió, y, como si una mano invisible hubiera corrido un invisible cierre relámpago, el sweater rojo se abrió con lentitud de telón.
Ávido, Jacobus bajó los ojos...
Y retrocedió un paso, como si hubiera recibido un impacto en medio del pecho.
—Pero..., ¿y esto?
—Debieras reconocerlo... Es un Inocente Maquiavelo Reforzado —repuso Carolyn, avanzando.
—¡No te acerques! —abiertos por el horror, los ojos de Jacobus seguían polarizados en aquel producto de sus fábricas—. ¿Qué te ha ocurrido? —agregó, buscando el apoyo del Partenón—. ¡Tú nunca usabas nada antes, como no fuera cuando posabas para los avisos!
—Te olvidas de que también yo he respirado el I 15 C —la voz de Carolyn se hizo cortante—; de que también yo he pasado por el engordamiento selectivo y por el desengordamiento... —aquí un sollozo la obligó a hacer una pausa—. ¡Ya nunca volveré a ser como antes! ¡Ya no podré prescindir nunca del Inocente Maquiavelo Reforzado —otro sollozo y, en seguida, en reacción furiosa, un imperioso—: "¡Sésamo, ciérrate!"
Como tocado por una varita mágica, volvió a correrse el rojo telón del sweater. Sin mirar siquiera al abrumado Jacobus, derrumbado a medias sobre el Partenón, Carolyn dio media vuelta y buscó la puerta. Pero, antes de llegar a ésta, se detuvo ante su retratograma. Durante un instante lo miró, y luego, echando el puño hacia atrás, lo deshizo con un violento swing a la mandíbula. Una nube de gas rosado quedó flotando en el marco, desde donde aquella imagen perfecta reinara durante tanto tiempo en el despacho del presidente de la One-Two.
Tan aturdido estaba Jacobus, que ni la oyó salir. Durante un rato larguísimo quedó como un púgil del bárbaro Siglo Loco, caído contra las cuerdas. Y no era para menos. Que Carolyn Cónrad, la mujer de sus sueños de fabricante de corpiños, usara ahora un Inocente Maquiavelo Reforzado representaba la peor burla que jamás podría jugarle el destino... Porque él, Jacobus Rándom, en un esfuerzo por enriquecerse y por conquistar aquella ampulosa y sólida belleza, había sido su destructor directo; él, por hacer caso de las sugestiones de Hítler Müller, había aflojado lo que antes estaba firme, había hecho ceder lo que antes jamás necesitara de sostenes...
¡Hítler Müller! El nombre del culpable, del destructor del ideal de toda su vida de fabricante de corpiños, relampagueó en su cerebro como una nube luminosa de propaganda. Rándom se inclinó sobre el Partenón; sacó de su cajón una bruñida pistola atómica; la guardó en el bolsillo, y llamó por teléfono al jefe de sus detectives.
—Quiero que me averigüen donde podré encontrar a Hítler Müller en un lugar solitario —ordenó.
Diez minutos después los detectives le contestaron:
—La persona que a usted le interesa ha sido oída citándose telefónicamente con una dama. Dijo que la esperaría en el parque, entre los dos cipreses, a las nueve.
Jacobus Rándom colgó el teléfono. Por la fuerza de la costumbre, su mirada buscó el retratograma desde donde, y durante tanto tiempo, las divinas redondeces de Carolyn lo estimularan a la acción; pero sólo encontró una nube rosada flotando dentro del marco. Apretados con fuerza los labios, se levantó y marchó hacia la puerta. Así como hasta hacía apenas unos minutos los firmes encantos de la modelo habían sido el norte de su vida, los dos polos hacia los cuales tendieran todos sus esfuerzos, la idea de matar a Hítler Müller, el culpable de que cediera la firmeza de aquellos encantos, se había convertido ahora en una obsesión, en una obligación imperiosa, ineludible.
La nube de propaganda, colgada allá entre los dos cipreses, seguía centelleando la marca que señoreaba en el mundo: Inocente Maquiavelo, Reforzado... Inocente Maquiavelo, Reforzado.
Un gallo lejano, uno de esos infalibles gallos perfeccionados por la genética para dar la hora con exactitud de observatorio astronómico, cacareó las nueve en algún local municipal. Automáticamente, los dedos de Jacobus se cerraron en torno a la culata de la pistola.
La hora había llegado..., y también la víctima: avanzando con paso firme, ágil, paso de enamorado impaciente, desembocó por un sendero el descubridor del I 15 C.
Jacobus sacó la pistola y oprimió un botón; sintió un suave calor en el mango, revelador de que el arma estaba lista para ser disparada. La levantó y apuntó hacia Hítler Müller, ya apenas a una decena de pasos.
Pero en seguida bajó el letal instrumento. Una ampulosa figura había surgido de un sendero lateral y se adelantaba al encuentro del inventor. No hubo palabras de saludo: apenas si un murmullo y, en seguida, un apasionado abrazo que decía bien a las claras la prisa de Hítler.
Jacobus, desconcertado, contempló desde su escondite las enlazadas figuras..., hasta que, alzándose de hombros, volvió a levantar la pistola. Total, ninguno de los dos sentiría nada, es más; las últimas sensaciones con que se despedirían del mundo no podrían ser más agradables.
Pero tampoco ahora pudo apretar el disparador. En la semiluz que llegaba de la nube de propaganda, se oyó la voz urgente de Hítler Müller:
—¡Sésamo, ábrete!
Durante un instante, Jacobus quedó sin poder respirar. ¡La dama que se había citado con el inventor era Carolyn! Aquello era el colmo de la ironía por parte del destino... Aunque ¿Carolyn era realmente Carolyn? Jacobus se contestó que no. Porque Carolyn, cuando se puso por necesidad un Inocente Maquiavelo Reforzado, había dejado de ser Carolyn.
Ya no dudó más, y volvió a apuntar. Pero tampoco ahora llegó a disparar. Una voz habló detrás de él:
—Yo que tú, no lo haría.
Se volvió y se encontró cara a cara con Einstein Róger, el vencido rival, el ex presidente de la Bipolaris, que le sonreía con desdeñosa expresión de lástima.
—Yo que tú, no lo haría —repitió Einstein—. Porque te enviarían al Desintegrador...
Aturdido, Jacobus se quedo mirándolo.
—Compré a uno de tus detectives —siguió Einstein—, y él me dijo que te encontraría aquí, a punto de matar a alguien... Entonces, me vine de un vuelo, para evitar que te perdieras.
—¿Desde cuándo tanta generosidad?
—No es generosidad, Jacobus. Es sólo refinamiento... Porque, si vas a parar al Desintegrador; yo me pierdo la ocasión de vengarme; la ocasión de pagarte con la ruina ¡la ruina en que tú me zambulliste!
—¿Arruinarme, tú a mí? —Jacobus no pudo contener una sonrisa despectiva.
—Sí, yo a ti, Jacobus..., con el nuevo invento de Hítler Müller.
La sonrisa se borró del rostro de Jacobus.
—¿El nuevo invento de Hítler Müller?
Einstein Róger hizo una pausa, paladeando la victoria, y luego aclaró:
—Un modelo de corpiño totalmente transparente...: un corpiño invisible.
—¡Vaya una novedad! —Jacobus respiró aliviado—. ¡Ya en la segunda mitad del Siglo Loco se usaron corpiños transparentes de plástico!
—¡Dejame concluir! —Einstein lo miró con lástima—. El invento de Hítler Müller es algo más serio. Él ha convertido el corpiño transparente en un dispositivo electrónico que se ilumina a voluntad de la interesada, pudiendo colorearse con toda una gama de delicadísimas tonalidades. ¿Te imaginas el uso que la coquetería femenina puede hacer de semejante artilugio? Si hubo un tiempo en que las damas realizaban milagros con un simple abanico, calcula los estragos que podrán hacer manejando con la sabiduría inherente al sexo las infinitas posibilidades del Vía Láctea...
—¿El Vía Láctea?
—Sí... Así he resuelto bautizar el nuevo corpiño luminoso.
Jacobus Rándom no dijo nada. Se sorprendía al notar la poca impresión que le causaba la revelación de Einstein. Súbitamente comprendió que todo aquello había dejado de interesarle. Ya nunca le preocuparían ni Hítler Müller y su Vía Láctea, ni todos los corpiños del mundo. Comprendió que, rota la ilusión que le impulsara a luchar, ya nada le importaba en la vida. Hizo un despectivo saludo a Einstein, y salió del parque, con paso firme, resuelto.
Se detuvo unas tres cuadras más allá, donde un electrobar titilaba su muestra en la oscuridad; uno de esos electrobares donde el mozo le pone a uno un casco con electrodos que inducen al cerebro de uno toda clase de pensamientos estimulantes.
Jacobus Rándom sabía qué clase de pensamientos le serían inducidos; sabía que, apenas le pusieran el casco vería otra vez a la incomparable Carolyn, tal como era cuando le tomaron el retratograma, con su sweater rojo y su mariposa de oro que esperaba el "Sésamo, ábrete."
Sabía todo eso, pero entró en el bar. Gertrud se hizo a un lado, los ojos de Jacobus se redondearon en un desmesurado esfuerzo por escapar de las órbitas. ¡Allí, en la puerta, y sonriéndole enfundada en un fabuloso sweater rojo, que más parecía un engarce que una prenda de vestir, estaba Carolyn! ¡Carolyn Cónrad!, ¡el sueño de un fabricante de corpiños hecho mujer!
—¡Carolyn! —Jacobus saltó de la silla curul y contorneó el Partenón—. ¡Carolyn!
Soneto V
De 100 sonetos de amor. Pablo Neruda. Chile.
No te toque la noche ni el aire ni la aurora,
sólo la tierra, la virtud de los racimos,
las manzanas que crecen oyendo el agua pura,
el barro y las resinas de tu país fragante.
Desde Quinchamalí donde hicieron tus ojos
hasta tus pies creados para mí en la Frontera
eres la greda oscura que conozco:
en tus caderas toco de nuevo todo el trigo.
Tal vez tú no sabías, araucana,
que cuando antes de amarte me olvidé de tus besos
mi corazón quedó recordando tu boca
y fui como un herido por las calles
hasta que comprendí que había encontrado,
amor, mi territorio de besos y volcanes.
No te toque la noche ni el aire ni la aurora,
sólo la tierra, la virtud de los racimos,
las manzanas que crecen oyendo el agua pura,
el barro y las resinas de tu país fragante.
Desde Quinchamalí donde hicieron tus ojos
hasta tus pies creados para mí en la Frontera
eres la greda oscura que conozco:
en tus caderas toco de nuevo todo el trigo.
Tal vez tú no sabías, araucana,
que cuando antes de amarte me olvidé de tus besos
mi corazón quedó recordando tu boca
y fui como un herido por las calles
hasta que comprendí que había encontrado,
amor, mi territorio de besos y volcanes.
domingo, 3 de octubre de 2010
PESITO, el leoncito comerciante.
Cuento de Héctor Germán Oesterheld. Colección Mis Animalitos. Argentina.
Pesito era un leoncito que se hizo una casita toda pintada de azul, con ventanas amarillas y techo rojo.
Tan linda era la casita que Pesito pensó: “La voy a vender y con las moneditas que me den, me compraré un palacio”
Pero nadie tenía moneditas en la selva. Entonces Pesito cambió la casita por un violín. -Tocaré músicas lindas –dijo Pesito-, y me regalarán cosas que cambiaré por un palacio. Pero tocó tan mal que todos le tiraron zapatos.
Cansado de tanto zapatazo, Pesito cambió el violín por un auto muy viejo.
-Le pondré una banderita y será un taxímetro.
Llevaré a la escuela a los animalitos, y ganaré muchas moneditas para comprarme un palacio.
Pero Pesito se había olvidado que en la selva no había moneditas, y claro, tuvo que cambiar el autito por una cocina. En la cocina, se puso a cocinar cosas ricas, y puso una confitería y hubo una fiesta al empezar a vender.
Pero otra vez lo mismo: no había moneditas, y nadie pudo pagarle ni siquiera la esquina de una galletita. Y pesito cambió la cocina por una caja de pintura. Esta vez no iba a olvidar que en la selva no había moneditas…
Y puso un gran letrero que decía: “Pinto retrato lindo a cambio de palacio lindo”.
Y apareció una señora elefanta y le dijo: -Estoy conforme con el precio. Si me hace un retrato lindo, le daré un palacio lindo.
Entonces Pesito pensó: “¡Por fin hice las cosas bien!”
Y Pesito pintó a la señora elefanta y le salió muy bien. Tan pero tan bien, que la señora elefanta le dio el palacio.
Y el palacio era nada menos que la casita pintada de azul, con ventanas amarillas y techo rojo que Pesito cambiara por un violín.
Muy contento quedó Pesito. Y con razón, porque es un gran comerciante, ¿verdad?
viernes, 1 de octubre de 2010
Felicidad Clandestina
Clarice Lispector. Brasil.
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.
Frases H.G.O.
Héctor Germán Oesterheld. Argentina.
El único héroe valido, es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo.
Siempre me fascinó la idea del Robinson Crusoe. Me lo regalaron siendo muy chico, debo haberlo leído más de veinte veces. El Eternauta, inicialmente, fue mi versión del Robinson. La soledad del hombre, rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte.
Juan Salvo (relatando): Seguro de ganar, empecé el canto tantas veces repetido...Juan Salvo: Por el río Paraná...(Se corta la luz) Juan Salvo: Pero...¿qué pasó? Lucas: Algún fusible...Favalli: A mí tenía que pasarme...¡Cuando tenía treinta y tres de mano! Juan Salvo: No te lamentes que yo tenía...Polsky: ¡cállense! ¡Cállense, y escuchen! Algo ha pasado. Juan Salvo (relatando): Aquel silencio total que de pronto había acallado todo rumor era anonadante: los mil y un ruidos que siempre se oyen en una ciudad, aún en plena noche, habían cesado por completo. La radio estaba muda.
Me fascinaba la idea de una familia que quedaba sola en el mundo, rodeada de muerte y de un enemigo ignorado e inalcanzable. Pensé en mí mismo, en mi familia, aislados en nuestro chalet y comencé a plantearme preguntas.
El único héroe valido, es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo.
Siempre me fascinó la idea del Robinson Crusoe. Me lo regalaron siendo muy chico, debo haberlo leído más de veinte veces. El Eternauta, inicialmente, fue mi versión del Robinson. La soledad del hombre, rodeado, preso, no ya por el mar sino por la muerte.
Juan Salvo (relatando): Seguro de ganar, empecé el canto tantas veces repetido...Juan Salvo: Por el río Paraná...(Se corta la luz) Juan Salvo: Pero...¿qué pasó? Lucas: Algún fusible...Favalli: A mí tenía que pasarme...¡Cuando tenía treinta y tres de mano! Juan Salvo: No te lamentes que yo tenía...Polsky: ¡cállense! ¡Cállense, y escuchen! Algo ha pasado. Juan Salvo (relatando): Aquel silencio total que de pronto había acallado todo rumor era anonadante: los mil y un ruidos que siempre se oyen en una ciudad, aún en plena noche, habían cesado por completo. La radio estaba muda.
Me fascinaba la idea de una familia que quedaba sola en el mundo, rodeada de muerte y de un enemigo ignorado e inalcanzable. Pensé en mí mismo, en mi familia, aislados en nuestro chalet y comencé a plantearme preguntas.
jueves, 30 de septiembre de 2010
Mis Versos
José Martí. Cuba.
Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados. Mientras no pude encerrar íntegras mis visiones en una forma adecuada a ellas, dejé volar mis visiones: oh, cuánto áureo amigo que ya nunca ha vuelto! Pero la poesía tiene su honradez, y yo he querido siempre ser honrado. Recortar versos, también sé, pero no quiero. Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje. Amo las sonoridades difíciles, el verso escultórico, vibrante como la porcelana, volador como un ave, ardiente y arrollador como una lengua de lava. El verso ha de ser como una espada reluciente, que deja a los espectadores la memoria de un guerrero que va camino al cielo, y al envainarla en el Sol, se rompe en alas.
Tajos son éstos de mis propias entrañas -mis guerreros-. Ninguno me ha salido recalentado, artificioso, recompuesto, de la mente; sino como las lágrimas salen de los ojos y la sangre sale a borbotones de la herida.
No zurcí de éste y aquél, sino sajé en mí mismo. Van escritos, no en tinta de academia, sino en mi propia sangre. Lo que aquí doy a ver lo he visto antes (yo lo he visto, yo), y he visto mucho más, que huyó sin darme tiempo que copiara sus rasgos. - De la extrañeza, singularidad, prisa, amontonamiento, arrebato de mis visiones, yo mismo tuve la culpa, que las he hecho surgir ante mí como las copio. De la copia yo soy el responsable. Hallé quebrados los vestidos, y otros no y usé de estos colores. Ya sé que no son usados. Amo las sonoridades difíciles y la sinceridad, aunque pueda parecer brutal.
Todo lo que han de decir, ya lo sé, y me lo tengo contestado. He querido ser leal, y si pequé, no me avergüenzo de haber pecado.
miércoles, 29 de septiembre de 2010
Exilio
Héctor G. Oesterheld. Argentina.
Nunca se vio en Gelo nada tan cómico.
Salió de entre el roto metal con paso vacilante, movió la boca, desde el principio nos hizo reír con esas piernas tan largas, esos dos ojos de pupilas tan increíblemente redondas.
Le dimos grubas, y limas, y kialas.
Pero no quiso recibirlas, fíjate, ni siquiera acepto las kialas, fue tan cómico verlo rechazar todo que las risas de la multitud se oyeron hasta el valle vecino.
Pronto se corrió la voz de que estaba entre nosotros, de todas partes vinieron a verlo, él apareció cada vez más ridículo, siempre rechazando las kialas, la risa de cuantos lo miraban era tan vasta como una tempestad en el mar.
Pasaron los días, de las antípodas trajeron margas, lo mismo, no quiso verlas, fue para retorcerse de risa.
Pero lo mejor de todo fue el final: se acostó en la colina, de cara a las estrellas, se quedo quieto, la respiración se le fue debilitando, cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua. ¡Sí, no querrás creerlo, pero los ojos se le llenaron de agua, d-e a-g-u-a, como lo oyes!
Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico.
BREVES HISTORIAS DE FANTASMAS
Eleuterio es muy joven, y tiene dos problemas. Uno es su nombre, porque no le gusta para nada. Posiblemente no sabe que la esencia de esa palabra expresa “liberación”. El otro problema, es conseguir un trabajo estable.
Eleuterio escuchó a su abuelo contar muchas historias de cuando trabajaba en la fábrica, haciendo conservas de tomate. Siempre decía que la sirena suspiraba como marcándole el pulso al pueblo. De todas las historias, la que más le gusta, es la de los sindicatos. Eleuterio cree que frente al capital económico, el trabajador podía defender su capital, la fuerza de trabajo, y con ello, su respeto.
Hoy, las esferas laborales son más amplias, pero a pesar de ello, Eleuterio siente que un fantasma sobrevuela la humanidad.
Cada vez que consigue un trabajo, tiene que agachar la cabeza, aceptar los centavos que le dan a cambio, y nunca puede vislumbrar el horizonte. Siente que el fantasma, lo primero que hace, es quebrar su dignidad. Siente que el fantasma controla su vida, la de su familia, la de todos nosotros. Siente que el fantasma dice: “si no te portás bien, te podés quedar sin trabajo”.
Entonces, cerrando los ojos, apretando los puños, y con la secreta esperanza de que su sacrificio logrará espantar al fantasma de la desocupación, trata de imaginar un horizonte donde el ser humano ya no sea una mercancía que se compra y que se vende en el mercado globalizado del mundo.
Con Eleuterio, luchemos por un horizonte donde cada ser humano viva con la dignidad que le corresponde, simplemente, por el maravilloso hecho de ser humano.
Obac Nébur
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